lunes, 17 de febrero de 2014
EL TÍO SILVELA
Se llamaba Jesús Niceto Álvarez Rodríguez, pero en mi familia lo recordamos como el tío Silvela, apodo insólito que nadie sabe de dónde
le vendría y que a mí siempre me remite a un político español del siglo XIX. Lo
conocí ya septuagenario, con su gorra calada y su bastón, parroquiano fiel de
la taberna que mis padres regentaron durante más de un lustro en el centro del
pueblo. Para el almuerzo solía pedir una tortilla con el manojo de ajos
tiernos que él mismo buscaba en el mercado. Salvo que la cadena pública oficial
emitiese toros, las tardes se le agotaban en broncas tertulias y en sonoras
partidas de dominó, y las trasnochadas en un dormitar ininterrumpido entre gritos
de borrachos, en aquella nube de tabaco podrido y de frituras. Solterón
sempiterno, hablaba a veces de una novia de juventud que le había durado seis
años, pero a la que dejó de ver de un día para otro, sin más, porque le pareció
que tenía bigote. A las dos de la tarde y en pleno agosto se le veía caminar
bajo el sol con la zamarra puesta sobre la camisa, y en cuanto soplaban los
primeros fríos se quejaba de la estación venidera, que él llamaba el mataviejos, gráfico sinónimo del invierno. Al cerrar la taberna, mi padre lo
acompañaba a su inhóspito caserón y le prendía la lumbre, pues pasaba la noche
entera frente a ella, hundido en su sillón de mimbre, como un príncipe de los ratones; a menudo le oímos
repetir su único deseo: morirse despierto. Un mediodía de octubre de 1977 lo hallaron y lo hallamos perfectamente sentado en el escalón de la puerta de la calle, a la que había salido con algún vómito, trastornado, presintiendo el final, porque le aterraba quedarse tanto tiempo solo en la soledad de la casa, solo y muerto hasta que alguien diera con su cuerpo.
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