Me zambullo en los papeles póstumos de Jorge, dejándome llevar de nuevo por la magia inédita de sus reflexiones, y el azar me regala un apunte sin geografía ni calendario, como casi todos los suyos. ¿Cuántos años tendría en ese instante? ¿Qué paisaje contempló antes de tomar el bolígrafo y surcar el folio o la servilleta o lo que tuviese a mano? ¿Qué disputa intelectual o qué novela reciente o qué sueño por cumplir se lo dictaba con esas palabras exactas? ¿Intuía él que yo lo iba a releer tanto tiempo después y que atizaría en mi interior el fabuloso fuego de las complicidades? ¿Cuánta vida le restaba?
Cada página rota supone un triunfo íntimo y minucioso sobre la página
siguiente. En literatura, ofrecer un texto como definitivo es una debilidad
-otra más-, porque nos confirma que ya no vamos a ser capaces de mejorarlo; es
una manera más o menos elegante de admitir que se ha claudicado, y basta. De
ahí que el verdadero arte no sea más que ceniza, espejismo, la silueta rota de
un ídolo de barro que se nos escabulle entre las manos.
Jorge Martínez de Paco
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