Cada año que acaba, abonado a la puntualidad cíclica de los
ritos festivos señalados en rojo en el calendario, mi fe se reafirma en los
mismos propósitos de moderación, y cada año que comienza me maravilla el
volumen de fragilidad que suelen alcanzar, su escasísima vigencia, invariablemente
reducidos a un endeble y circunstancial y casi cínico propósito de enmienda. Es
entonces cuando me arrepiento de haber condescendido a los sucesivos compromisos
socio-familiares que se nos imponen o que negociamos con obstinación
anacrónica, razonando que son las fechas que son y que no queremos aguarle la
fiesta a nadie; y me reprocho la larga lista de excesos que pudieron evitarse
con una poca de sensatez; y, si hago cuentas, hasta se sonroja la sobriedad de
mis principios con cada una de las veces que comí sin hambre o que bebí sin sed.
Esta mañana la báscula se apiadó de mis peores presagios con la tregua psicológica contenida en
una décima: 79.9, ha sentenciado.
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