con su estigma de acero vespertino,
iguales, como soles, los soles de tu vida:
olas que se tragaron su relieve,
nubes que se agotaron en la forma,
admirables intrigas que traen fingidos ecos
y sombras amarillas a tu cuarto de siglo.
Todo es fugaz, sentencia sabia
que de guirnaldas cubren los poetas;
mas, también, todo forja
su misteriosa luz, su regio silbo,
desde el fugaz destello que lo anima.
Se mece así tu reino en el instante.
Y tu tortura en tal reino se mece.
El poema de arriba, que sigue inédito, lo escribí hace veintidós años, quizá para festejar la redondez inmaculada de mis veinticinco, y lo titulé con cierta ironía Balada del cuarto de siglo. Hoy lo releo desde un ángulo sereno y distanciado, sorprendido de que no haya agotado todavía el margen de vigencia que le presumí entonces, sobrecogido por ese poso grave y decididamente escéptico, autumnal, que a ratos ya destilaba aquel joven poeta o, para mejor expresarlo, aquel poeta joven. Me pregunto durante cuántos años más sabrá revalidarme su misterio intangible.
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