miércoles, 29 de enero de 2014
LA BANQUETA Y EL MAZO
A mediados o finales de enero, después de la cosecha, los
mayores sacaban de su escondrijo un gran mazo de madera y una tabla aceitosa
que se sostenía sobre cuatro patas. Entonces uno se sentaba delante, en una
silla baja de anea, como quien toma posesión del dudoso privilegio de dar inicio
a la tarea secular. Acto seguido, con ademanes de escribiente o de administrador
de la justicia, procedía a aplastar cada oliva con un golpe seco en el centro, fuerte
pero no tanto como para partirla en dos o separar el hueso, y con el mismo mazo
la arrastraba hasta el borde de la banca y la sentía caer en la vasija colocada
al efecto. Las mujeres las metían luego en garrafones de boca ancha, les ponían
la sal y las aderezaban con cáscaras de naranja y ramas de tomillo, cambiaban el
agua periódicamente y al cabo sacaban un cuenco rebosante de aceitunas negras partidas, las nuevas, las del año. Cuánto tiempo sin asistir a la
escena, sin ser acaso su circunstancial protagonista, sin recordar aquellos
útiles de entonces que hoy regresan a mi memoria atribulada y dispersa. Un día
de estos desandaré en mi coche los kilómetros, visitaré la casa y abrazaré a
los padres, transcurriré con ellos la jornada, y casi a punto de decirnos adiós me harán entrega del sabroso recipiente, del austero trofeo de una cultura que declina, muestra renovada de aquel rito que
ellos todavía practican.
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