Nueve años después (siguiendo a Horacio) y a casi dos mil kilómetros del escenario, he retomado aquellos versos y los he templado con la parsimonia diligente de quien aprendió a observar, mejor o peor, las escasas (y definitivas) trampas del oficio, pero también con la mirada lúcida (más o menos) de quien ya no llora mientras cuenta sílabas ni se solaza en esa vasta necedad humana, la más disculpable acaso, que llamamos desconsuelo. Pésimo traductor, he privilegiado la esencia (que otros apodarán semántica), y el resto lo he trans-formado (la palabra lo dice todo) de acuerdo con mi oído de hoy, que quizá no es el de ayer ni será, por fortuna, el de mañana.
La parte final no pretende sino clausurar poéticamente lo que emocionalmente ingresó en el olvido, esa otra forma de amor que excluye el odio y la indiferencia.
Turín (Italia), 7 de marzo de 1993
Epílogo a El otoño de los tristes (El Bardo, 1995)
El suspiro de la vida... ¿Realmente han transcurrido veintiún años desde que concebí el tono osado de estas líneas, y asimismo su abundancia prescindible de paréntesis, en la cámara 404-B de aquella residencia del barrio de Mirafiori, en el extrarradio de Turín?
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