Sin embargo -como indicábamos antes-, hacerse un retrato era "algo más". Hacerse un retrato suponía casi un reto metafísico y estaba también teñido de acontecimiento social. En ese acto, casi sagrado, la persona que iba a retratarse sabía de antemano que no sólo iba a exponer su imagen externa, sino también su interior, o sea, algo de su identidad, de ahí que durante muchísimo tiempo ir al fotógrafo para hacerse un retrato supuso todo un rito: había cita previa, ese día el modelo se acicalaba más de lo habitual, se vestía con sus mejores prendas; en definitiva, se convertía en el protagonista de su entorno.
Ahora todos tenemos y distribuimos cientos de nuestras imágenes, poses festivas, de grupo, en viajes, anécdotas, acontecimientos que queremos enseñar, pero lo que ya no tenemos son retratos. Y es que para que un retrato exista siempre tiene que haber dos partes y una voluntad común: uno que hace de tema y otro que lo observa, selecciona y decide finalmente retenerlo. Un retrato es algo muy especial porque es también un encuentro, una cita, es el instante en el que dos almas -una de ellas agazapada- se juntan y reconocen en una milésima de segundo, es decir, se tocan en un lugar sin tiempo, en un espacio en el que no hay pasado, ni futuro, sólo presente. ¿Qué tiene pues la fotografía de retrato que no tengan otro tipo de imágenes? Creo que la luminosidad de un fondo insondable, siempre de dos.
Juan Ballester
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