El aire helado componía figuras de expresión nórdica y
hombros encogidos a esa hora del atardecer. Mi primer impulso fue desatender la
sirena y seguir caminando hasta el otro lado, me sobraba tiempo, pero justo
ahí se había detenido una madre con un carricoche y un niño de cuatro o cinco
años al que sujetaba con la otra mano, así que calculé el mal ejemplo de mi
tránsito adulto y me dispuse a otear el horizonte.
Acababan de bajar barreras, lo que significa que mediaban unos tres minutos para el progreso de la locomotora -nombre que prefiero- con su estruendo de vagones y su
decimonónico estrépito de raíles. Este paso tiene un par de líneas de vía que
suelo atravesar, a pie, dos, cuatro y hasta seis veces diarias, las mismas para
ir que para volver. En los balcones de las inmediaciones se multiplican desde
hace meses pancartas a favor del soterramiento, antiquísima demanda que nadie
quiso escuchar nunca y que ahora, con la visita inminente de la Alta Velocidad,
ha despertado la conciencia adormecida del vecindario.
No habría transcurrido
un minuto cuando se sumó a la espera un hombrecillo que, con la edad propia de
quien presume de nietos y cobra pensión del Estado, fumaba a intervalos y tosía
su vicio con ese encono enquistado que se revela en los mayores. Balbuceó algo
que no le entendí, y la madre, enfrente, sonrió por cortesía.
De pronto se
prolongó un pitido que nos hizo mirar en la misma dirección: el tren ya se atisbaba, todavía a unos
ochocientos o mil metros, cuando un joven africano con indumentaria de trabajo
se aventuró con su bicicleta dejando una estela de miedo. Entonces el hombrecillo buscó algún gesto
cómplice en la madre y en mí: “Si se lo lleva por delante, uno menos, que para
lo que hacen en España…”, fue su escupitajo de palabras.
Ya desde el otro lado observé indignadamente, tristemente, su cuerpo tan desvalido y tan propicio en medio de las vías, y juro que hubo una
fracción de eternidad en que me pudieron las ganas de reprocharle no solo esa
militancia xenófoba que seguramente alentará en sus nietos, sino también su
edad inútil y sus pulmones enfermos y la jubilación que, merecida o no, entre
todos le ingresamos el primer día de cada mes.
domingo, 3 de marzo de 2013
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
3 comentarios:
"fumaba a intervalos y tosía su vicio con ese encono enquistado que se revela en los mayores."
Chapó Pedro.
La cosa es que en esta puta sociedad no paramos de ponernos barreras los unos a los otros. Y el tren de la dignidad que se nos escapa. En fin. Enhorabuena por el libro y por la reseña de Antonio Parra. Fuerza.
Ufff! Esta vez si que he estado en tension hasta el final. Y pense que se te habia pasado por la cabeza algo mas perverso (acentua maestro que estos moviles...)!
Publicar un comentario