Padezco la manía de la forma, soy rehén de la estructura
geométrica, mis espacios y mis tiempos se pliegan al imperio de una calculada
percepción del orden de los objetos y las cosas que, llevada a su extremo, bien
lo sé, deviene naturalmente irritante. Se trata de una debilidad íntima -diríase
ancestral- que fiscaliza cada uno de mis hábitos domésticos, sea al repartir la
diversidad de prendas en el tendedero de la ropa, sea al disponer los manjares del día
sobre la superficie lisa del mantel, sea al depositar platos, vasos y cubiertos
en el lavavajillas y luego al recolocarlos en sus armarios de cocina.
Esta inclinación obsesiva no se detiene ahí: poco a poco,
con artes subrepticias, se fue infiltrando primero en el ritmo de las frases y
más tarde en la sinfonía de los párrafos que las agrupan, y al fin contaminó el
destino de páginas enteras, estrangulando a su modo las arterias vitales de eso
que, en la república de las letras, definimos como estilo. Así, al antiguo
horror de las repeticiones reparables y a la desigual batalla contra los
deslices cacofónicos en la prosa, se suma ahora el decoroso albitrio de la
tipografía que la técnica regala, de manera que al mismo tiempo que tecleo letras
y surgen palabras en la pantalla, también me ocupo de que el espacio que las
separa en su renglón no consienta más distancia que la que mi ojo tolera, y -aunque
dé un poco de vergüenza admitirlo- es a menudo tal suerte de criterio el que
gobierna mi inspiración a la hora de indagar nuevos giros sintácticos o al
averiguar la alternativa de un sinónimo con un número propicio de caracteres, pugna
que se prolonga hasta que uno cree haber dado con la forma exacta que satisface
sus remilgos.
A tal extremo me condiciona esta manía: un horror que en
el caso de la escritura jamás encuentra sosiego.
jueves, 21 de febrero de 2013
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1 comentario:
Bendita manía. Sigue con ella.
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