No mirar más relojes que los de Dalí. Proscribir efemérides y agendas. Sentarme al sol de mediodía. Desautorizar propósitos. No suscribir planes de futuro. Releer a Marco Aurelio. Aprender a perdonarme. Escribir un tratado sobre las nubes. Besar la luz. Vivir, hic et nunc. |
miércoles, 31 de diciembre de 2008
PROPÓSITO INMINENTE
lunes, 22 de diciembre de 2008
CRISIS
De vez en cuando conviene detener el paso y fundirse en la luz del instante sucesivo. Es verdad que para ese viaje no se necesita mucha alforja, y que los retales que nos dieron vida, o eso creímos, parecen ahora cuencas vacías, inútiles abismos hacia ninguna parte. Uno se descubre pequeño y solo, frágil como una brizna, mas paradójicamente eterno como la nada gozosa que es, que somos. El fruto se adivina y se ofrece en cada árbol, basta con alargar la mano humilde y llevarlo a la boca, morder su naturaleza, saborear los dones, nutrirse de presencias, sentir que su sazón nos reconcilia con lo más elemental de nosotros mismos, aquello mismo que habíamos olvidado. Entonces todo lo por venir y lo pretérito recuperan de repente esa perspectiva sin horizonte de tiempo que aún define a los pueblos primitivos, su felicidad desprendida y cotidiana. Y nuestros antiguos afanes se resuelven en un destello inesperado de lúcido abandono, de dicha sin fin en la luz del instante. De vez en cuando sucede, y es hermoso. |
viernes, 12 de diciembre de 2008
domingo, 30 de noviembre de 2008
ADIÓS
Se va noviembre. Noviembre se está yendo, se escabulle entre la niebla de estos días de otoño cerrado con un rictus de prudencia que casi llama a las puertas del olvido. Pero de él nos quedan los treinta días de ese calendario irrecuperable en que se nos va convirtiendo la vida. Momentos, miradas, charlas, instantes, sueños, palabras... Así es, así será. Se nos va noviembre con su estela de misterio salpicando a nuestras dudas y certezas, acostumbrado desde siempre a su espectro de hojas caídas en los parques lejanos que sintieron nuestros pasos y, tal vez, también, nuestro soliloquio intransferible. Se va noviembre con los nombres y los dones que ya nos gratifican, reducto de nostalgias que tocarán su hora en el inminente diciembre. Se nos va sin remedio. Es ley. |
domingo, 23 de noviembre de 2008
SÁNCHEZ DEL CASTILLO, ADÁN Y YO
1. A mi abuela materna, que falleció en 1995, le escuché varias veces la remota historia de un hermano suyo al que ella no conoció, que al parecer se había metido en un convento con la intención de hacerse cura, pero que no llegó a cantar misa porque lo sorprendió la enfermedad y la muerte cuando tenía alrededor de veinte años. No lo conoció porque eran sólo hermanos de padre: su madre había muerto, del cólera, cuando ella apenas alcanzaba los dieciocho meses de vida; entonces el padre viudo se casó con otra mujer y ella se crió con unos tíos mayores que no habían tenido descendencia; así que la relación entre padre e hija se tensó o se fue haciendo cada vez más esporádica, sobre todo cuando él y su nueva familia, ya numerosa, se marcharon a vivir definitivamente al pueblo de al lado. 2. Desde que me recuerdo, siempre tuve una inclinación natural por los libros, cosa insólita si se considera que en la casa donde nací no los había y que tanto mis padres como mis cuatro abuelos y las generaciones que los anteceden en el tiempo nunca tuvieron la oportunidad de completar siquiera lo que hoy llamamos estudios primarios. Sin ser analfabetos, que no lo son, sí es verdad que carecieron y carecen de la competencia imprescindible para adentrarse en la lectura ociosa y desentrañar sus códigos, aventura que se torna imposible si hablamos de la poesía. Quizás por eso, algo muy dentro de mí alienta el dudoso orgullo de haber sido un pionero de sangre en los ámbitos de la cultura, una especie de inconsciente precursor que poco a poco fue llenando de libros aquella casa, y luego las otras casas en las que he vivido; hasta el punto de que la incontinencia de ese mismo virus me impulsó también a escribir mis propios libros, otra forma de osadía si nos retrotraemos al espacio de mis orígenes, pero un ejercicio de identidad y de afirmación personal que, a estas alturas, ya se me antoja irreversible. 3. En mi primitivo afán de lector, yo devoraba cuanto tenía a mi alcance, que por cierto no era mucho. Me detenía en los fragmentos de los libros de texto que cada curso me deparaba el criterio selectivo de don Fernando Lázaro Carreter (gracias a él aún puedo recitar de memoria a los hermanos Machado y a García Lorca, a Miguel Hernández y a Blas de Otero); o bien algunos clásicos que el azar o la pura intuición iban sacando de la biblioteca del municipio (allí me topé con los heterónimos de Pessoa, por ejemplo), y también varias novelas en cuya portada llevaban un triángulo invertido en color rosa muy vivo, novelas que en la distancia bien puedo llamar de autoayuda (sépase que muchos años después perpetré y leí una tesis sobre literatura erótica). Y, con idéntico afán, desprovisto de criterio, cada año les daba mil vueltas a los programas sucesivos de las fiestas de mi pueblo, donde se solían mezclar las rimas de autores locales con páginas de patrocinadores comerciales y un remero de artículos relacionados con el paisanaje. Fue ahí, en el programa festivo de 1982 (yo entonces tenía quince años), donde encontré un poema titulado Adán, atribuido a un tal Sánchez del Castillo, un poema que me sorprendió poderosamente desde aquel comienzo mítico: "Adán, / qué gran principio el tuyo, amigo Adán". 4. Pasó el tiempo -que, como ustedes saben, nunca deja de pasar salvo en raras ocasiones-, y diez años después, en 1992, al Concejo de Moratalla, que es mi pueblo, se le ocurrió contar conmigo para antologar en un volumen a todos los escritores moratalleros que han sido y son, y también a los que están sin serlo, un censo con ribetes localistas que hoy juzgo excesivo y que en aquel entonces realicé en sana colaboración con mi amigo el profesor Gustavo Romera Marcos, impenitente divulgador de las cosas de su tierra. Yo, mal que bien, creo que cumplí aplicadamente con mi parte del trabajo; pero es el caso que en mitad de la tarea tuve que marcharme a una universidad del norte de Italia con el beneficio de una beca de estudios, así que, antes de partir, consensué con Gustavo que en lo tocante a Sánchez del Castillo no podíamos dejar de incluir el impresionante poema Adán, pues, según mi entender, y también el entender suyo, era una reliquia poética extraordinaria y fuera de lo común en estos pagos. Y así se hizo. 5. Algunos años antes, a finales de la década de los ochenta, yo había conocido al poeta Javier Orrico Martínez, autor de La memoria inventada, que fue para mí libro de cabecera durante mucho tiempo. Resulta que un día, en la Facultad, me senté en un banco junto a una chica de Caravaca cuyo apellido era Orrico, así que indagué si tenía algo que ver con el tal poeta y ella me certificó que, precisamente, ése mismo era su hermano. De modo que una noche de mayo, en aquella escalinata donde se concentraban los bares de copas de Caravaca, la chica y yo nos encontramos por casualidad entre el gentío, y ella aprovechó la ocasión para presentarme a su hermano Javier, quien no por casualidad andaba por allí. Tengo que admitir que tanto él como yo íbamos algo..., en fin, como era costumbre ir en las fiestas de la Cruz: yo le recité de memoria uno de los poemas de su libro, mientras él, Javier, declaró por su parte -seguramente para congraciarse conmigo- que los mejores poetas de Caravaca solían ser habitualmente los nacidos en Moratalla, así el caso de Elías Los Arcos, pero sobre todo el del malogrado Sánchez del Castillo, cuyo poema Adán podía figurar sin complejo en cualquier antología, a despecho de las archiconocidas 'canseras' y de otros ripios de la murcianía profunda. 6. Entre tanto, yo avanzaba en mi peripecia personal: empecé a ganarme la vida dando clase en los institutos, conseguí después de varios intentos un permiso para conducir automóviles y publiqué algunos libros de poemas que casi nadie leía o que ni siquiera entendían los entendidos, que, ya se sabe, son los primeros que tienen que entender los poemas para que a uno lo alcance alguna prebenda literaria. Y así, en dulce o amarga soledad conmigo, allá por el 2003 o el 2004 consideré cerrado un poemario muy meditado y muy particular, lleno de invocaciones a la geografía de mis orígenes, a las personas que poblaron los fantasmas de mi infancia y a esos mitos de aquel entonces que tienen la virtud de ya no tambalearse nunca, porque los forjó y los esculpió el barro de la inocencia. Al frente de aquel poemario, que aún sigue inédito y que cualquier día habrá de titularse Identidades, pertenencias, sentí casi de repente la imperiosa necesidad de colocar, como una especie de pórtico ineludible, y también a modo de reconocimiento y homenaje, precisamente los versos iniciales de aquel poema fundacional de Sánchez del Castillo, ésos que encontré en un programa de las fiestas de veinte años atrás y que luego había rememorado tantas veces: "Adán, / qué gran principio el tuyo, amigo Adán". 7. A todo esto, un tal Jesús, otro hermano de padre de mi abuela materna, siguió viniendo a Moratalla todos los años con la ocasión y excusa de los encierros de vaquillas, que al parecer le gustaban mucho porque los había vivido de chico, antes de trasladarse con los suyos a la vecina Caravaca. Sé de buena tinta que en esas visitas, que no duraban más de una mañana, él siempre se preocupó de contactar con mi abuela, o bien hacía lo imposible por ver un rato a mi madre, lo que contribuyó a mantener mínimamente vivo ese tenue hilo de sangre, hilo por el que -todo hay que decirlo- mi propia abuela, en su fuero interno, nunca hizo nada, quizás por un prurito absurdo de desapego o de rencor hacia el padre que apenas conoció. Este Jesús que derrocha tanta amabilidad y afecto, me decía mi madre, es el hermano de aquel otro que iba para cura y que no llegó a cantar misa porque se murió tan joven, de una tuberculosis o de alguna enfermedad de las de entonces. A Jesús yo empecé a tratarlo un poco y a reconocerlo como pariente sólo en los últimos años, cuando asistía sin excusa a los entierros sucesivos que nos iba deparando el calendario de la vida: el de mi abuela, el de mi abuelo, el de mi tío. 8. Y alcanzamos a la primavera de 2007, a mis cuarenta años recién cumplidos. Durante una comida familiar, mi madre comenta que ha visitado a su tío Jesús, el de Caravaca, y que éste, en el transcurso de la conversación, le ha dicho que su hermano Antonio, el que iba a ser cura y murió joven, tiene desde hace años una calle a su nombre en Moratalla. ¿Una calle a su nombre? ¿Por qué?, me pregunté con una punzada de clarividencia. ¿Le han dado su nombre a una calle del pueblo porque iba a ser cura? Qué tontería. ¿Se la han dado porque murió a los veintidós años? Absurdo. Si tiene ese reconocimiento del consistorio será por algo más, me dije, así que durante unas pocas horas me convertí en el detective que se afana en buscar pruebas para corroborar sus intuiciones. Contrasté fechas y apellidos y nombres, y cuando ya no me quedaban dudas cogí un ejemplar de la antología aquella sobre escritores moratalleros y me fui a Caravaca, al número 22 de la calle Planchas donde vivía el tío de mi madre, Jesús. Me identifiqué con mucho tacto, pues no quería meter la pata en un asunto tan delicado, y después le mostré la página con la fotografía antigua que en ese volumen acompaña al nombre del poeta Antonio Sánchez Fernández, que firmaba como Sánchez del Castillo: él, sin vacilar un ápice, me dijo que sí, que en efecto ése era su hermano Antonio, el mismo que se fue con los carmelitas descalzos a Castellón y que agarró la tuberculosis y murió en 1957, a los veintidós, y hasta creyó recordar que años atrás le habían pedido esa foto de su hermano para ponerla en un libro con escritos suyos, pero que luego nunca supo en qué quedó todo aquello. 9. Ni que decir tiene que el impacto de la revelación me duró semanas y meses, y que aún hoy me sigue fascinando. Después de toda una vida en pos de mis sueños literarios, sintiéndome pionero, escribiendo y publicando libros que casi nadie lee... ahora, vencidos los temidos cuarenta, y a tan sólo unos meses de que se cumpla exactamente el medio siglo de la muerte del poeta Sánchez del Castillo (el 13 de noviembre de 2007), los azares me ponen ante este eslabón impensado, nada más y nada menos que en la persona del admiradísimo autor del poema Adán. De inmediato, me sentí llamado a la tarea más romántica de cuantas he afrontado jamás: me convencí de que a mí me tocaba recuperar sus escritos -organizarlos, restaurarlos- y procurarles una edición que fuera digna de su valor objetivo, y también, por qué no, digna de su lugar en mi genealogía: reencontrarme con un tío-abuelo poeta no era una cuestión baladí, ni mucho menos. Hablé con los alcaldes respectivos de Moratalla y Caravaca para contarles no ya la historia de esta revelación, sino mi propósito inmediato. Trabajé durante todo el verano y presenté el manuscrito con los poemas y mi epílogo a la recién creada Ediciones Tres Fronteras. Las cosas iban más despacio de lo que yo hubiera querido, pero el domingo 10 de febrero de 2008 pasé por la casa de Jesús, en Caravaca, para que él o cualquiera de sus hijos firmase el contrato de edición a nombre de los herederos. Él, aunque bastante decaído en su salud, me volvió a mostrar su ilusión por esta empresa. Lamentablemente, apenas veinte días después de mi visita, el 1º de marzo de este mismo año, recibí por teléfono la noticia de su fallecimiento, por lo que él tampoco ha podido ver la realidad física de este libro de su Antonio, como él lo llamaba. 10. Después de este recuento de casualidades y de peripecias personales, comprenderán ustedes, amigos y curiosos -que no curiosos amigos- que me sienta muy satisfecho de la publicación de este libro, por lo mucho que significa íntimamente para mí y porque, honestamente, entiendo que el talento de su autor demandaba un empeño editorial y un esfuerzo divulgativo mucho mayor que el que se hubiera podido brindar desde la comarca. Concluyo, pues, con una sensación de alivio, de misión cumplida, y quiero hacerlo, como no podía ser de otro modo, leyéndoles los versos completos de aquel Adán de Antonio Sánchez Fernández, el poeta Sánchez del Castillo: Adán, qué gran principio el tuyo, amigo Adán. Te hizo Dios. Dios te formó de hierba, te bañó de rocío, te construyó con adelfas de plata, te coronó de nardos, te llenó los ojos de uvas, hizo tus manos de madera de acacia, tu cuerpo lo formó de una sola mirada, ¡y qué mirada ésta, amigo Adán! Entonces eras tú como un beso arrastrado por los ángeles. Te dejó Dios caer como una pluma, y era tuyo el árbol y era tuya la risa picaresca de los juncos, tuyos la mar, la arena, el sol... A ti los vientos llegaban y se hacían en tu frente rizos de lirios y rizos de azucenas. Y tuya era la vida. Solo tú allí, te anochecía. Y Dios con sus palabras iba formándote los muslos, dejándote los pájaros sembrados en tu cuerpo. Todo lo poseías tú: tuyo era Dios y tuya la poesía... Qué gran principio el tuyo, amigo Adán. |
miércoles, 19 de noviembre de 2008
PARADOJA
El estilo que hoy buscas, La generosa forma Que apropiarse desea de tu talento, Será también, mañana, Tu condena más terca: Será La libertad del pájaro en su jaula. |
miércoles, 12 de noviembre de 2008
¿POR QUÉ?
¿Por qué las cosas que nunca nos decimos suelen ser, también, demasiado a menudo, las que más nos importan? |
domingo, 9 de noviembre de 2008
A INÚTIL MODO DE DEFENSA INÚTIL (III)
Los nueve versos de la primera estrofa emulan un breve diálogo lírico (impostado, huelga glosar la obviedad) donde no hay ni una sola palabra que zozobre en el azar de esta tormenta. Verbigracia: que lamente ella -ah- y acto seguido añada él -uf-; que se cuantifiquen la pose y la perilla y el endecasílabo sin alas; que la pose tenga que ser falsa -en mis tiempos, Sebas, amigo, hasta el mal poeta ostentaba licencia para cazar algún epíteto, y supongo que todavía-; que la perilla se torne ilusa venciendo un desplazamiento metonímico que toca de lleno a quienes confían en que el hábito acabe haciendo al monje -aclaro que, lejos de ridiculizar estilos masculinos, la tal perilla, aquí, sólo es símbolo propiciatorio, genuina pista para mejor indagar el derrotero de una determinada estética-; que los dos endecasílabos embalconados -la vida desde la barrera, desde la sombra del balcón: se diría que es desde ese observatorio desde donde convoca a sus musas el nuevo orden experiencial- hablen de sí mismos con una solvencia métrica y un derroche de recursos que sobrepasa la expectativa de un texto como éste, tan desasistido de retóricas, de un texto cuyo afán paródico y parapoético casi repele la pirueta del efecto lírico; que, a despecho de los insípidos terruños culinarios, triunfe hic et nunc la audacia del neologismo en la forma "unisonaron"; que los aplausos seudoorgásmicos que zarandean a las moscas de todos los recitales actúen como ese movimiento de muleta baja que deja al morlaco en posición para recibir la espada de la verdadera experiencia, que es tan simple y tan directa como el castizo verbo que le sale al quite. Tampoco en la segunda estrofa se entromete ningún elemento aleatorio o que aspire a camuflarse tras la gratuidad facilona, desde esa "Y" solitaria pero precisa en su atavío fálico (lo siento, Mamen, pero es así como la ven mis ojos) hasta el ineludible "follaron", que halla su momento de gloria en la 507 y que luego ejerce de cierre y de sentencia sórdida, casi desfallecida en el presagio del tópico menos lírico -tristitia post coitum-, voz de uso admitido que aún sabrá escandalizar los castos oídos de quienes sostienen que el alimento de la poesía -¡oh Ella, tan sublime!- no ha de permitirse términos de segunda o de tercera categoría: eso de que siempre hubo clases también es trasladable al Real Diccionario de la Académica Lengua. No obviaré el deliberado contraste que se pactó entre la simplicidad vulgarizada de un motivo exclusivamente sexual y la vehemencia aristocrática de esos que se quedan abajo fumando su pipa y consumiendo sus licores procaces, adulando al favorito o la favorita de la fiesta y fatigando en aprosado verso de alternancia siete-once los dos misterios resolutos que decantaron la magnitud de su obra, hace lustros o hace semanas, lo mismo da. Si follaron "de nuevo" es porque el tiempo es cíclico y todo vuelve y en definitiva nada importa, debemos admitir que los protagonistas se conocieron la misma mañana del encuentro, que se miraron de reojo y dieron en imaginar lo imaginable, a veces el imaginario es mutuo, y que en tal caso la farsa de abajo tiene entonces su reflejo fiel en la farsa de arriba, serán las esferas aquellas de algún Platón, y a nadie escapa que en el ideal de un solo polvo están reunidos todos los polvos que en el mundo han sido, no me atrevo a colegir si también estarán los que naufragaron como sueño, que ésa es otra. La secuencia que mejor fluye en esta segunda estrofa es la que ocupa los últimos seis versos, que a base de pinceladas atiende a la descripción del encuentro: pura poesía, y ello pese a que deje mucho que desear... Junto a la rudeza inesperada del condón ausente, la desesperanza consabida de los apareamientos fortuitos que deben mucho de su inicial fervor al morbo de la presunción de adulterio; junto al rubor de manos que transitan a tientas para que no haya ojos de un lado ni del otro (¿por qué ha de ser maduro él y joven ella, en qué giro sutil se resuelve ese enigma?), el desenfreno vertical que apela a la fantasía acrobática de las seducciones extramaritales. Y así llegamos al polémico "poetisos", vocablo de dudoso cuño al que Orfeo le confiere cierta carga sexista, y al que Mamen le adjudica un plus de prepotencia, paternalismo y misoginia que inevitablemente salpica al buen nombre de quien se decidió a ponerlo. Bien es cierto que no hubo inocencia en su elección, pero tampoco se previó que su modesta pólvora iría a remover tantas susceptibilidades. Al primer ilustre a quien le leí "poetisos" fue a Pablo Neruda en sus memorias, y ya entonces lo usaba él en un tono despectivo, sí, pero en absoluto antifemenino o sexista, pues lo que la palabra aporta es el género neutro de quienes, hombres o mujeres, cultivan ese verso fláccido que se autoabastece de emotividades epidérmicas. Que a alguien no le guste que el femenino oficial del poeta sea la poetisa no significa que su uso, hoy en día, esté ideologizado; y en cuanto al poetiso de marras, en efecto suena a chiste, acaso un mal chiste, pero en definitiva no es más que un juego de derivación que apunta, o eso me parece a mí, a quienes rentabilizan su ambigüedad sexual levantando sobre la tal estrategia el universo exculpatorio de toda su poética. Lo releo y lo releo, y no consigo interceptar en este artefacto-bagatela ninguna connotación que tenga que ver con el sexo -la prepotencia y el paternalismo sí los presiento como elementos incómodos, mas indisociables del aparato crítico que el texto activa-, y sí, en cambio, la urgencia léxica de marcar el abandono neutro de los cuerpos que se acoplan casi en serio, porque "poetos" sí que hubiera sonado fatal. Concluyo: este poemilla, o lo que quiera que sea, quiso hacer su modesta denuncia de la impostura impostándose él mismo, sirviéndose de una escena de guiñol que llama a las cosas por su nombre, muy seguro de que donde se está forjando el verdadero poema de este encuentro intergeneracional de poesía muy actual es unas plantas más arriba, en el interior deslucido de la 507, y no en la letanía inmemorial de unos versos que repiten su cansancio para medrar el vano aplauso y el devaneo de la adulación en la farsa del éxito. Y nada más. Pero, antes de poner el punto definitivo, me vais a permitir el convencimiento de que aquel polvo paralelo y el verbo que lo sustenta, al recordarlo para otros, será al cabo la única verdad de esta historia. |
viernes, 7 de noviembre de 2008
A INÚTIL MODO DE DEFENSA INÚTIL (II)
El título -Encuentro intergeneracional de poesía muy actual-, formulado como subrepticio titular en una esquinita de la sección de sociedad/cultura de cualquiera de esos rotativos-satélite que malviven en provincias, anticipa sin margen al engaño el dominio crítico y la dimensión irónica de los contenidos que se avecinan en formato versal (la mala prosa se disimula mejor cuando se disfraza de verso). Por qué choca tanto el compuesto "intergeneracional" es extremo que ignoro, pues significa sólo lo que significa y poco más, salvo que no negaré que no le falta intención más allá de la evidencia de que todos los encuentros de esta especie (y de la otra que de ella se beneficia) admiten a la jovencita y al jubilado, a la jubilada y al jovencito, y también el arco sucesivo de las edades medias. Lo que a mí me lleva a recelar de la poesía "muy actual", de la poesía que hoy por hoy consagra a los veinteañeros y treintañeros (y a sus femeninos respectivos) que gozan la reseña esporádica en los suplementos de Madrid, es que sea burdo eco de la misma que marcó tendencia dominante hace casi cuatro décadas, si no más, de modo que sus adalides perseveran en un espacio lírico que a mí, y empiezo a pensar que sólo a mí, se me antoja repetitivo y autosatisfecho y encantado de haberse conocido, amén de sectario, cortado en el patrón del prosaísmo profesoral que nos invade, ahora también imbuido de esas pajas mentales que calientan la oreja a los vates octogenarios que presiden los concursos y a los editores todopoderosos que meten la mano en las arcas de los organismos que los convocan y a los reseñistas bienamados que seleccionan el producto según un arduo proceso de filtrado cuyos altos principios ético-estéticos sería enojoso discernir aquí. Que cada cual escriba como le dé la gana y que cada cual se quede con lo que más le guste, claro que sí, Sebas, en eso estamos de acuerdo; pero a mi temperamento le sublevan los discursos arbitrarios cuando se hacen oír desde el turbio pedestal de los favores a cuenta, y mi idea romántica del compromiso artístico tampoco transige con las consagraciones mediáticas oportunistas ni con el dañino oscurantismo de los vetos personales ni con otras mezquindades notorias -haylas, haylas- que nunca entendieron de honestidad ni de rigor crítico ni de la verdad sin trampa de la belleza hecha arte, y a todo esto sólo lo puedo llamar injusticia, y esta injusticia toca la fibra más sensible de quienes empeñamos nuestra vida en esto, por eso mi temperamento se rebela y se echa a pensar que el mundo, verosímilmente, también en esta república fajardina, hubiera podido ser mejor. Así que, de tarde en tarde, en soledad conmigo, me doy el intimísimo gusto del desahogo incisivo que no irá a ninguna parte, claro que no, uno atisba dónde acaba la cerca de la decepción y dónde empieza la del resentimiento: si este artefacto fuese un poema stricto sensu, lo hubiera puesto en el índice de cualquiera de los dos libros y medio que, inéditos a fuer de perezosos, guardo por ahí a la espera de un milagro que los redima, y a mí con ellos. Dije "intergeneracional" donde otros hubieran optado por "interprovincial" o cosa de gemelo atrezzo, rimbombancia sin más, y ahora que lo escribo veo que sería incluso más efectivo para saciar el arrebato de mis vísceras patentar esta repentina bagatela como un Reencuentro interprovinciano de bardos y de bardas, actualísimos ambos y todas y todos, herederos legítimos de la pléyade novísima que aún, en noches como ésta, recita en las cajas de ahorro y en los panteones universitarios sus glorificados polvos, aquellos polvos, con acento histriónico y destellos de la anacronía más severa, pues ya sonaban a desfase e impostura en el fragor de la lozanía de la musa. El adjetivo "actual" siempre es sospechoso, por no decir paradójico, cuando se asocia a una parcela del arte, porque si de algo han de presumir el gran arte (¿hay otro?) y la gran poesía (¿hay otra?) es de su virtud atemporal, o de ese sello de extemporaneidad combativa que no elude el compromiso con la verdad circundante, de su existencia innegociable y discreta y al margen de las modas orquestadas con fines nada dudosos. Y de ahí el título, vaya. (Continuará) |
martes, 4 de noviembre de 2008
A INÚTIL MODO DE DEFENSA INÚTIL (I)
Tengo para mí que empeñarse en defender las supuestas bondades de un texto literario, más aún si nos referimos a un texto con la presunción formal de poema, es acaso la actividad más estéril en que puede emplear su tiempo quien tan a menudo se queja de que no lo tiene; pero si además se da la circunstancia de que la identidad personal del defensor coincide exactamente con la del autor del engendro, entonces el empeño se complica hasta rozar la truculencia, y tanto el abogado como su consabido diablo terminan metiendo los pies en las embarradas lindes de lo patético. Quiero decir bien alto que la literatura se ha de defender sola, en su trato íntimo con cada uno de los lectores, y que la vasta estirpe de los mediadores, sean más o menos reputados y honestos y capaces -estoy pensando en Bruno, el perseguidor de aquel relato de Cortázar-, con frecuencia roba protagonismo y disfrute a quien, lo repito muchas veces, es y debe ser soberano en su criterio. De ahí el disparate de postularse como juez y parte cuando el objeto de la disputa es la creación artística, lo que denota un síntoma inequívoco de carencias aún más graves, debilidad en la estela del pecado que las legiones de versificadores sin duende aguantan sobre sus hombros con actitud penitente. No he conocido a ningún escritor presuntuoso que no fuera mediocre, ha escrito en alguna parte Muñoz Molina. En efecto, lo sensato es que el autor desaparezca de la escena lo más rápido que pueda, es un estorbo hasta en el dobladillo de solapa, hay que tirar la piedra y esconder la mano para que sean otros quienes juzguen la estética y la ética de la pedrada, la parábola que describe y el efecto que produce. En suma, pues, yo me quedaría con aquella atinada imagen del mensajero al que hay que dar muerte, o al menos, si no queremos participar de la figura cruel, pidámosle al mensajero que tenga la prudencia de hacerse el muerto. El penúltimo recado que puse en este blog en el mes de octubre, una ristra de versos que titulé Encuentro intergeneracional de poesía muy actual, desató, cuando ya no esperaba tal cosa, casi de rebote, cierta perplejidad en los leales comentaristas -Sebastián, Orfeo, Mamen-, los mismos que, por lo común, festejan mis retales sin calcular los serios peligros de envanecimiento que ello acarrea: el adulado siempre es víctima del adulador, lo quiera o no. Fiel a la premisa del párrafo previo, yo ahora debería detener mis falanges sobre las teclas y aceptar simplemente la sanción o veredicto: lo que el poema cuenta no es nuevo; peca de aquello que denuncia y, en su afán de desmarcarse, destila también cierta arrogancia; el asunto deviene tedioso y la resolución que propone, anodina; por no hablar de su prepotencia paternalista y misógina... Pero sucede que esto que vuestra benevolencia llamó poema no es más que una broma con marchamo de crítica encubierta, y que como tal lo hilvané para dar pábulo a quienes me seguís en esta travesía, y que no es disculpa si admito que conozco esas carencias mías (la principal, aquí, que es un desahogo y se nota mucho) que me empujan hacia donde la gran literatura no quisiera, y que, en resumidas cuentas, me tomo la respuesta que daré a este desatino como un mero divertimento que sirva de complemento a la bagatela-artefacto, o lo que es igual, como un providencial reto para sacar del desván mis nunca lo bastante ponderadas habilidades argumentativas. Después de todo este lío (que, no nos engañemos, algo de vidilla le dará a nuestro rincón virtual), el tosco texto que propició aquellos reparos tan saludables y que hoy desencadena mi inútil réplica seguirá colgado ahí, ajeno al alboroto, y cada lector será de nuevo soberano en sus juicios, y yo ya me podré morir o hacerme definitivamente el muerto como el mensajero que fui, mas con la conciencia tranquila por haber puesto la cara y el tiempo que no tengo por defender a un hijo tan insulso, fruto de un discreto devaneo "sin condón ni esperanza". (Continuará) |
domingo, 26 de octubre de 2008
A LAS TRES SERÁN LAS DOS
Acabo de ver La lista de Schindler y no tengo sueño. Normal. Un cigarrillo en el balcón: será el último de ayer o el primero de mañana, porque esta hora no tiene día, está en el límite (Isabel, los límites) entre lo que fue y lo que será. ¡Oh absoluto presente! También vale decirlo al revés, porque al final los pretéritos y los futuros se confundirán en un todo único que es como una única nada. Son las dos y cuarenta y siete. Todos duermen. Mas el silencio de la noche en la ciudad nunca es pleno: hay como un rumor que vive instalado en los intersticios cerebrales y que ya nunca se marcha. Ahora debería retrasar el reloj, los relojes, los incontables medidores del tiempo que controlan nuestros pasos. Escrito queda que cuando te regalan un reloj no te regalan solamente un reloj, también te regalan la obligación de adelantarlo o atrasarlo. ¿Hubiera podido Primo Levi ver íntegra La lista de Schindler? Nunca lo sabremos, claro. Bendita anacronía. A veces me he preguntado si a Jorge Luis Borges le leyeron El nombre de la rosa, por aquello de que él es de hecho el bibliotecario ciego que responde al nombre de Jorge de Burgos y que se carga a medio monasterio por leer lo que no puede ser leído. A esto a lo mejor podría responder María Kodama, si sabe o quiere. Y cuando -a las dos y cincuenta y nueve minutos y cincuenta y nueve segundos- el salto no sea de un segundo adelante, sino de una hora completa hacia atrás, entonces me reiré solemnemente en la cara del tópico. Tempus non fúgit, ja ja ja. Todo ingresará en un maravilloso estancamiento donde lo único que progrese serán mis dedos sobre el teclado. Y nada más. Y tú, Mamen, empeñada en buscarle nombre a lo innombrable, a eso que de repente nos atrapa y nos domina y nos posee y nos lleva de la mano y nos hace beber de ese agua de la que nunca hubiéramos bebido y nos cambia el paisaje de las cosas y nos enajena para brindarnos la única plenitud digna de ser vivida. Un descuido que nos da cuidado, una herida que duele y no se siente... En lo que a mí respecta, mañana no voy a despertarme porque salga el sol, es la letra que no me abandona desde el jueves. De vez en cuando me toma y luego me deja, como aquella otra, elegiste a la más guapa y a la menos buena y tal. Y tampoco voy a renunciar a este insólito paréntesis de tiempo sin tiempo. A las tres serán las dos. Lo leí en el diario y me lo quedé prestado, es genial. ¿El tiempo que no se mide sigue siendo tiempo? ¿Qué me dices a esto, Vargas, o Antonio, o Cortázar? Sea lo que sea, cuando la hora pase, me devolverá a la hora que ahora es o iba a ser según todos los pronósticos. Porque, de hecho, ya volvieron a ser las dos, y yo teclea que teclea. Misterios. Hay una copa de Chivas Regal al alcance de mi mano, es como la inercia entre paréntesis de aquellos sábados lejanos en que a lo más que alcanzaban las monedas de mi bolsillo era a un triste güisqui de garrafón con pepsicola y resaca inminente en la barra donde se bebe sin sed de una discoteca del pueblo a las afueras en la que nunca supe bailar. No sé bailar, estoy sordo de un pie. Se me ocurre que este minúsculo detalle de poderme permitir un Chivas Regal cuando me dé la gana me otorga el ejercicio de un poder ilimitado sobre la memoria de mí mismo, una sensación de suficiencia y de altura y de dominio sin vértigo. Fito es un poeta, caramba. ¿Dónde se gana el prestigio para poder ser llamado poeta sin que las musas se sonrojen, Orfeo? ¿Dónde se adquiere esa herencia, Sebas? En el fondo, lo sé, lo del Chivas Regal es tan sólo el conformismo pretencioso del cuarentón aburguesado que soy, ése que sabe que puede permitirse ciertos caprichos. Quién te ha visto y quién te ve... Soy ése que intuye que algunos caprichos ya no están a su alcance aunque resulten más baratos que aquel güisqui de garrafón con pepsicola. La vida da y quita, solía decir aquel primo mío que no cumplió los veintisiete. Y yo ahora me acuerdo de la dedicatoria en otro libro: la vida a veces es tan breve y tan completa que un minuto -cuando me dejo y tú te dejas- va más aprisa y dura mucho. Gil de Biedma, el muy cabrón sabía lo que escribía. Al cabo todo lo que pensamos o decimos, y todo lo que escribimos, hasta la lista de la compra, hata La lista de Schindler, tiene que ver con el puto tiempo. Esta tarde salí a correr por las calles, sorprendido de que mis piernas y mis pulmones me sigan respondiendo a pesar de los excesos y la edad. Todavía me queda cuerda, pero no me engaño si pienso que ya sobrepasé il mezzo del cammin, que de alguna manera soy otro desde hace pocos meses o desde hace unos minutos. ¿Por qué desde hace pocos meses? ¿Por qué desde hace unos minutos? No te esfuerces, Superviviente, que esa respuesta la escribirá el destino. He dicho que la escribirá porque el destino no está escrito, lo aprendí en aquella película, Lawrence de Arabia. Lo dispuesto por el destino no pueden evitarlo los dioses, leo subrayado en otro libro, éste prestado. Leer un libro subrayado nos obliga a detenernos e indagar por qué esta frase concreta y no aquella otra, qué pensabas en el instante en que pasabas el lápiz bajo los signos, Isabel, qué condicionantes emocionales o psicosomáticos o comoquiera que les llamen crees que te llevaron a señalar eso que se ha quedado ahí con una fuerza más viva que el resto de la página. Decía que he corrido casi cuarenta y cinco minutos constantes, a ese ritmo cauteloso pero firme que ya me pertenece. Aunque me pase semanas o meses sin salir, siempre cubro sin dificultad los cuarenta minutos. No es vanidad: son misterios. La mente lo agradece, más que el cuerpo. O los dos. Pero ahora caigo en la incongruencia que supone separarlos, porque es obvio que la mente está dentro del cuerpo, la culpa es otra vez de los clásicos y de sus frases memorables. Iba tan cómodo, tan inspirado pensando en nuevos pasajes para mi novela, que incluso me ha tentado la idea de seguir otro rato, completar otra vuelta más en mi habitual circuito callejero. Pero (este 'pero' no quiere ser adversativo) he vuelto y me he puesto a leer. Estos días estoy haciendo el viaje de Kapuscinski con Heródoto, y me llama la atención que este Heródoto de los nueve libros sitúe el rapto de mujeres como razón y comienzo del enfrentamiento secular entre Oriente y Occidente. Da para una ardua reflexión, porque a renglón seguido añade que la mayoría de las veces esos raptos eran consentidos por las propias mujeres de uno y otro lado. También hoy se me deslizó un poemilla en un papel; de ahí que, con toda justicia, merezca ser presentado como mi último poema, condición que se desvanecerá en el mismo instante en que escriba otro, tal vez mañana: Desvaída ternura / hace añicos la tarde / de mi octubre lejano. / Frío aquí, ahora. / Y mi alma de alféizar / se ahoga contra ti / como un iceberg de la tristeza. En fin, otra vez las dos y cincuenta y nueve. Faltan segundos: diez, nueve , ocho... Regresamos al fúgit, tempus. Cinco, cuatro, tres... Y yo me retiro a la oscuridad de mi insomnio con un vale cervantino. |
jueves, 23 de octubre de 2008
ENCUENTRO INTERGENERACIONAL DE POESÍA MUY ACTUAL
Ah cuánta falsa pose! -lamentó ella. Uf, y cuánta perilla ilusa! -añadió él. Y cuánto endecasílabo sin alas silbando en el balcón de la soberbia! -unisonaron ambos, después de los aplausos extasiados al postrero cantor de la experiencia. Y discretamente se ausentaron los dos, y follaron de nuevo en la 507, sin condón ni esperanza, a tientas por si acaso, a ratos verticales, poetisos y tiernos, casi en serio follaron. |
martes, 21 de octubre de 2008
SIETE RESPUESTAS A SIETE PREGUNTAS
P: ¿Cómo se compatibiliza la enseñanza con la creación literaria? R: Compatibilizar la creación, del signo que ésta sea, siempre es difícil, porque implica sacrificios y renuncias, y porque la propia naturaleza del ser creador necesita vivir instalada permanentemente en un ámbito propicio, de expectación exclusiva. La enseñanza de la Lengua y la Literatura es quizás la opción menos mala, pues permite el contacto con personas que todavía están descubriendo el mundo y las palabras que lo nombran con una inocencia gemela a la del artista. Parafraseando a un personaje, también profesor, de Coetzee, digamos que la enseñanza es un medio de ganarme la vida, y que con ella aprendo la virtud de la humildad, porque me ayuda a comprender cuál es mi lugar en el mundo. P: ¿Es verdad, como se dice, que ya no se puede dar clase en los institutos por el gamberrismo que hay dentro y fuera de las aulas? R: El clima social de los institutos se ha deteriorado mucho, y la culpa es de todos, incluidos los que en apariencia nada tienen que ver con los institutos. La condescendencia de las familias, los palos de ciego en las sucesivas leyes educativas, el entorno socio-económico basado en la facilidad, los roles imitados de esos falsos triunfadores del deporte o de la música o de cualquier otra parcela... todos son factores que determinan situaciones realmente insostenibles. Creo que alumnos y profesores somos las primeras víctimas de un sistema que no funciona, donde impera la frivolidad y la apatía; pero las familias y después la sociedad serán quienes sufran en el futuro inmediato esa carencia esencial que, repito, tiene que ver con todos. P: Haga de crítico de su propia obra y dígame qué clase de escritor es usted. R: Hablar de la propia obra es un acto de orgullo encubierto que, por eso mismo, resulta excitante para el artista. Al final, lo que importa de uno son sus obras, así que cuando hablo de mis obras estoy hablando de mí, y esto me lleva a intentar conciliar el orgullo con la humildad (extraña aleación que debo a la herencia de mis padres). Por eso procuro ser un escritor honesto, coherente con ese destino que arranca de las raíces, y en consecuencia comprometido con la verdad esencial de lo que hago, sin concesiones a la facilidad o a los moldes más actuales y aceptados. Soy muy perfeccionista y al propio tiempo nada conformista, y quizás por eso mis cuatro libros de poesía (y el quinto y sexto, inéditos) han tirado por caminos tan distintos para desembocar en ese yo poliédrico que los hermana sin remedio. P: ¿Se acabó aquello de que la poesía es un arma cargada de futuro? R: Mientras haya un ser humano sobre la tierra, la poesía seguirá siendo un arma cargada de futuro. No porque quiera restaurar el romanticismo belicoso de ese verso de Celaya, sino porque el uso de las palabras para decirnos lo que somos y lo que queremos ser, lo que nos une, lo que sentimos, lo que pensamos, lo que ignoramos... todo eso, forma parte del barro que nos hace personas, y es algo a lo que no podremos renunciar. Estoy convencido de que el mundo sería mejor si el mundo escribiera y leyera más poesía; éste es el argumento más optimista que conozco para seguir creyendo en el futuro de la poesía como arma. P: Dígame el nombre de dos o tres escritores de esta tierra que merezcan ser leídos. R: Hay varios escritores en esta tierra que merecen ser leídos; hablo de los que siguen vivos. Dar dos o tres nombres sería injusto, porque quedarían fuera de nómina otros dos o tres (no más, en mi modesta opinión). Lo grave de la situación, de puertas adentro, es que no se sabe por qué hay algunos nombres que, sin más talento que su obcecación, estorban publicitariamente a esa media docena que sí que lo tiene (hablo del talento), y que afortunadamente persiste en él a pesar de los favoritismos provincianos, que los hay, y que huelen mal pero que muy mal. En esta tierra se ejercen los cargos y los oficios con un personalismo excesivo, y es en este punto donde afloran los celos, las envidias, las navajas traperas y los bandos literarios. Yo presumo de independencia, de no tener, por ahora, débito personal con ningún mandarín de la cultura, y así espero seguir por mucho tiempo. P: ¿Sánchez Bautista o Sánchez Rosillo, Pérez Reverte o Miguel Espinosa? R: La pregunta, con perdón, está mal formulada, porque Bautista y Rosillo no son dos poetas cuyos estilos y estéticas puedan oponerse según un juicio crítico objetivo. Son diferentes hasta el punto de que no cabe comparación posible entre ellos. A Bautista lo he leído poco, pero sus tonos clasicistas me parecen muy dignos de ocupar un lugar fundamental en nuestra historia literaria reciente. De Rosillo lo he leído casi todo, respeto su coherencia poética y lo tengo por un autor de mucha altura en el panorama nacional actual; lo que no significa que le encienda velas, porque sé que mi camino es otro. En cuanto a Reverte y Espinosa... Para mí hay una distancia considerable. Yo a Miguel lo tengo en una estantería junto a Kafka, Pessoa, Borges o Saramago. Y Pérez Reverte está donde tiene que estar. P: Dígame algo, sólo si le apetece, de la política cultural de la Región de Murcia. R: Ignoro los recovecos de la política cultural de esta Región, que seguramente los hay (cómo no). Pero, ya lo he dicho, como todo termina siendo un afán personalista, me temo que esa política se traduce en un dispendio de favoritismos y, en nuestro caso, en la triste farsa de la consagración de falsos vates. La política casi siempre se sirve de la cultura, que se deja seducir a cambio de casi nada. Al revés es más difícil: la política nunca se deja seducir por la cultura, porque ésta es de naturaleza subversiva, al menos la gran cultura, no esta suerte de folclorismo regionalista que hoy tanto se lleva y se aplaude. Presiento que en materia cultural la actitud más digna de un político sensible sería "no menealla", no meter las narices, dejarla florecer a su aire. |
martes, 14 de octubre de 2008
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A mediados de enero recibí un correo de M en el que me informaba a su vez de un escueto mensaje de T, el amigo común de los tiempos aquellos de la Facultad. El texto, directo, sin vanos artificios, se hacía eco de la efeméride inminente -el próximo verano habrán transcurrido veinte años desde nuestra licenciatura universitaria- y proponía la ocurrencia de volver a reunir en una cena a los componentes vivos de aquella generación de Letras, así, con la mayúscula. Yo respondí de inmediato a la llamada, ensalzando la buena nueva y sumándome a esa voluntad sana de recuperar de algún modo la intensísima memoria de un lustro tan lleno de proyectos e ilusiones, muchos de ellos sesgados por la inercia de la propia vida, pero todavía latentes en nuestros corazones. Añadí que, por mi parte, podía rastrear las direcciones y convocar con éxito a C, a F y a S, pero que del resto no tenía noticia desde más de una década atrás. A las pocas semanas se coló en la bandeja de entrada de mi correo electrónico la misma invitación, ahora formulada por O, quien después de varias pesquisas se congratulaba de haber dado conmigo y también con L. La red de antiguos compañeros estaba tan bien tejida que a finales de febrero ya nos habíamos citado por varias vías los veintiséis que aún quedábamos, pues de CH, LL y RR nadie se atrevió a insinuar nada. Por fin, la noche del sábado 26 de junio me dirigí al restaurante en el que nos darían la cena. Nada más llegar se me acercó M, me abrazó muy efusivo y me llevó hacia la barra: allí saludé sin demasiada convicción a A, que había engordado algunos kilos; a T, que no daba crédito a la evidencia de mis canas; a S, tan risueño como de costumbre; y a D, que se había desplazado desde las Islas Mauricio nada menos. Mientras tomábamos unas cervezas para hacer tiempo fueron entrando en el local, en este orden, G, R, Z, B, E, C, F, H y L. Con la tercera tanda de cervezas, opinó T que ya era hora de sentarse, así que enfilamos el pasillo hacia un reservado y nos fuimos situando en el orden que los nada imaginativos responsables del establecimiento habían predeterminado para el grupo: según el alfabeto. Durante ese intervalo llegaron, más o menos escalonadamente, X, P, K e Y, que saludaban con incredulidad a los que nos levantábamos para estampar dos besitos al aire de la mejilla o para estrechar una mano tibia o para darnos el mutuo abrazo del reencuentro. J e I entraron juntos, y juntos se sentaron, y conviene resaltar aquí y ahora que durante toda la noche estuvieron muy pendientes el uno de la otra, o viceversa. Con un retraso de media hora surgió V, tan elegante como todos la recordábamos. Y unos cinco minutos después, cuando el camarero se llevaba la nota de los platos, se presentaron con su sonrisa incómoda U y Q. De repente, T sorprendió dos espacios vacíos, y casi como si una acción condujera a otra, todos y todas desviaron su mirada hacia mí, pues en efecto me había quedado como un islote con el ceño fruncido: sólo faltaban la N de mi derecha y la O de mi izquierda. Como había pedido pescado, opté por un Ribeiro; no entiendo de vinos pero hasta ahí llego. Observé que los demás preferían seguir con la cerveza, quizás porque el día estaba siendo caluroso en extremo. Tan sólo X solicitó un tinto para acompañar la carne, y guiñó un ojo con ese gesto de picardía que siempre le había caracterizado. En ese instante surgió a mi espalda una O realmente espectacular, de ésas que quitan el hipo, envuelta en un vestido rojo púrpura y con una mantilla leve sobre los hombros. Me levanté para besarla y sentí que me flojeaban las piernas: nunca hubiera sospechado que aquella O del montón pudiera convertirse en la O que estaban viendo mis ojos y los ojos entre admirados y envidiosos del resto de la mesa. Al fin, al otro lado acabó sentándose N, el más impuntual, que se había dejado crecer una barba rala y que, con toda seguridad, usaba peluquín. Durante el desarrollo de la cena hubo momentos para todo, desde el asombro exagerado por las revelaciones de G acerca del famoso punto, a la más absoluta hilaridad por las ocurrencias de H, está claro que algunos no cambiarán nunca. Luego, ya más sosegados, se produjo el cruce habitual de conversaciones: C agitando las manos para hacerse entender por M en su diatriba absurda sobre las letras y las ciencias; E quejándose amargamente de todo el trabajo que han de asumir las vocales, y que aún haya quien la quiera en su versión minúscula para darle nombre a un número, alguien debería darse cuenta de que no tenemos el don de la ubicuidad, zanjó; F contando sus progresos como fabricante de teclados para una multinacional; Z disputándose con A, codo con codo, el protagonismo de una velada en la que no podía faltar alguna alusión siniestra a los caprichos del diccionario. Y, entre tanto, yo dejaba que O susurrara a mi oído los pormenores de su vida de casada infeliz, con una prole numerosa, tratando yo de ejercer de seductor seducido e imaginando como una bendición la desnudez de su cuerpo bajo el vestido rojo púrpura que se agotaba en el ecuador de sus muslos. Hubo cava y café, y no recuerdo quién propuso sin mucho afán ir a bailar al Etimológico, un antiguo antro no lejos de allí; pero nadie le hizo caso. Tampoco faltó la promesa de repetir este encuentro todos los años en la misma fecha, efecto de la falsa euforia del momento, como apuntó la clarividencia de R. Antes de que cada mochuelo se volviera a su olivo, O me dejó una servilleta con un número de teléfono. Por fin, ya en la calle, mientras W se eternizaba en el servicio, K se empeñó en hacernos una fotografía caótica que nunca olvidaré, pues me permitió poner mi mano nada inocente en la cintura de una O cuyo teléfono, a día de hoy, todavía no he marcado. |
lunes, 13 de octubre de 2008
CELEBRACIONES
De Günter Grass: "No hay espectáculo más hermoso que la mirada de un niño que lee". De Jorge Martínez de Paco: "Subrayar un libro es estrechar la mano de su autor, pero anotarlo es conversar con ese autor y plantearle, acaso, la paradójica complicidad de las discrepancias. Y el ejemplar respira a través de ese resquicio abierto a la eternidad". De José Saramago: "Hay un momento que es verdaderamente extraordinario en la lectura: cuando uno la interrumpe. Cuando uno está leyendo tiene el libro con las hojas abiertas, pero de pronto levanta la vista del libro y mira adelante. Se suspende la lectura, algo ha ocurrido, algo mágico: es como si la lectura quisiera transportar al lector a otro universo. Y es que el lector, al levantar la mirada, se está mirando a sí mismo". |
jueves, 9 de octubre de 2008
VARIACIÓN SOBRE UN POEMA DE PESSOA
El artista es un seductor. Seduce tan sutilmente que hasta su orgullo mayor franca humildad nos parece. De la modestia que emana se nutren nuestros afectos, no porque ignoren sus armas, sino por fe en el talento. Y así su mundo cautiva nuestra incauta percepción, y adoramos la mentira, cómplices de seducción. |
domingo, 5 de octubre de 2008
LA LÍNEA DE HOY
Sé un grande o sé un maldito -me digo ante el espejo en que se convierte momentáneamente la hoy nada inspirada pantalla del ordenador-, pero no prostituyas tu talento según el dictado de la medianía. (Porverbium est: nulla dies sine linea.) |
sábado, 4 de octubre de 2008
POEMA (COMO HAY MIL) DE LA EXPERIENCIA
La mañana de octubre transcurre indiferente mientras afuera el sol ciega los huertos. Un soplo de tristeza contagia las paredes cuando los niños abren la página más triste e irrumpen en el aula -modales y aspectuales- las eternas perífrasis. Esta hora ya ha sido, ciertamente. La mañana de octubre también tuvo su sol en otros huertos, y eran otros los rostros, otra el aula, y era yo aquel muchacho rebelde ante el rigor de las perífrasis: observo al profesor que nos miraba pintando en su cuaderno la desidia de un tiempo de ceniza. Cualquiera de esos niños se acodará mañana en esta misma mesa, contemplará su octubre detrás del ventanal frente a los huertos, esbozará tal vez algún poema triste, y alumnos por nacer lo mirarán atónitos, abierto por su página el eterno sopor de las perífrasis. Y yo ya me habré ido; me fui por donde vine. |
domingo, 28 de septiembre de 2008
LOS AÑOS BORRACHOS
A veces, al volver a hojear las páginas de un libro me invade la sospecha lenta de que el libro y sus páginas esperaban desde mucho tiempo atrás el sigilo de ese gesto mío y el calor de mis manos en sus tapas abiertas. A veces, pocas, no es sólo un libro lo que viene a habitarme, sino la certidumbre de un alma herida de belleza, acuciada de talento, dueña aún de los signos imposibles y de la verdad sin trampa que triunfa en los ojos del lector que soy. A veces, ese libro y el alma que lo habita se expanden en su cielo de presagios póstumos y, tenaces, recuperan todavía la letra intacta de un himno ya olvidado, o casi, por los héroes vencidos de aquel tiempo. Así me pasa con Los años borrachos de José María Corbalán (1956-1979), volumen que puso al alcance de los catadores de poesía el entusiasmo cómplice de su albacea, paisano y amigo -en años y en borrachera-, el también poeta Javier Orrico. Más que de poemas o de textos, es éste sobre todo un libro de páginas: acecha en cada una la pirueta óptica en forma de escalera o árbol, de torre de palabras en aleatoria quiebra, de mayúsculas procaces, de renglones ebrios en el rodillo suelto de la antiquísima olivetti. Llama la atención la novedad lírica de los adverbios de modo -tan denostados en otros géneros-, la eterna actualidad de la "Oda a costa de los países solos en el mar", la maestría borgeana que alienta tras los relatos cortos de agosto del 74, o el erotismo tierno que impregna la serie de poemas de 1976. Empero, como estela de un proyecto, como borrador sublime de un talento expansivo que se sale de sí, Los años borrachos no es sólo el título de una antología póstuma, sino santo y seña de una generación juguetona e irreverente, contestataria e irónica, lúcida en su atrevimiento, que atesoró el extraño don de esa insolencia simpática que hoy se sabe en las antípodas del conformismo complaciente que preside el decir yermo, y a menudo clónico, de las últimas hornadas de computadores de versos; amén de una vocación maldita que fue fatalmente refrendada en el destino trunco del propio José María, quien, en horas de permiso cuartelario, fue arrollado por un autobús en una carretera periférica de Madrid. Mas nada es en balde. Hoy este libro y su título se erigen en la memoria viva de quien supo mirar el mundo como un enorme ombligo, enfermo de futuro, invicto a su manera, y con esa arrastrada nostalgia que a nosotros, los de ahora, nos saluda desde la antorcha irrepetible de otro tiempo que también pudo ser el nuestro. |
jueves, 25 de septiembre de 2008
PEDRERÍAS
Las minucias que siguen acudieron a mi encuentro en el último agosto, y halláronme siempre bajo el pino inigualable que da sombra a mis ocios frente a un mar de postal. En todas ellas se adivina, o eso creo, un dominio lúdico de vocación metalingüística, mas sospecho que su luz de entonces teme naufragar hoy en un punto intermedio entre el artificio pretencioso y el ingenio ingenuo, o sin chiste. Las releo ahora con el mismo desapego que sucede a una travesura, sin sentirme padre legítimo de su multiplicada pirueta, y trato de recordar si en efecto fui yo quien se dejó seducir por las insinuaciones vespertinas de aquella musa extraña. Aquí las pongo, alfabetizadas, para que cualquiera de ustedes, si a bien lo tiene, les saque el parecido: ANGELO. Varón oriundo de Italia, enclítico, neutro. ESCRUTO. Acción realizada por la primera persona de singular, a tan sólo una vocal del escroto. ¡Dios se apiade! ESTUPOR. Desliz disléxico que pudiera degenerar en reprobables prácticas pedófilas. FALSA MODESTIA. Locución tautológica que ayuda a entender la actitud de artistas que consagra la actualidad local y provincial y nacional; en suma, farsa que resulta molesta. MADRIÁTICO. Especie común de madriditis mediática, muy extendida en las regiones del Imperio merced al decir tendencioso de la tribu de jaleadores deportivos. Se reproduce fácilmente, por lo que suele existir en mayoría. MAMEN. Sabrosísimo encuentro del nombre propio contracto con el imperativo plural: mujer que luce escote, generosa. PEDRO Y PABLO. Vicarios de la secta que fundó el profeta Gabo para obrar el sacrificio de un tal Santiago, capricho de Ángela, tortura de Bayardo. RAUL. Hiato madriático (vid. supra) que corretea en eterna añoranza de su legítima tilde, se postule o no ante la portería rival. |
domingo, 21 de septiembre de 2008
RESACA
Valga, como apostilla a lo que anoche no quise o no supe decir a propósito del tan traído y llevado asunto de la bondad o la maldad -según para quién- que al parecer arraiga en el ser verdadero del verdadero artista, esta cita que me apropié hace tiempo del clásico uruguayo José Enrique Rodó: "Quien aprendió a distinguir lo delicado de lo vulgar, lo bello de lo grotesco, está más cerca de distinguir el bien del mal". Entiendo que esta frase clarifica bastante lo que, antes que pensar, intuyo y siento. Y ello admitiendo que la singularidad del artista, en aras de su Arte, sabrá sublimar y malversar lo mejor y lo peor de sí mismo, es decir, del hombre (o de la mujer) que lo habita, lo mismo en el alma como en el cuerpo. |
miércoles, 17 de septiembre de 2008
¿OTRA POÉTICA?
Los poetas, y sobre todo los animadores de la Poesía como suceso público, son muy dados a provocar la escritura de "poéticas", esto es: reflexiones hilvanadas sobre el cómo, el qué y el para qué de la poesía que ellos mismos perpetran. A mí, como hacedor en ciernes, me pidieron también alguna parrafada para acompañar la novedad impresa de aquellos racimos de versos primerizos que de tarde en tarde me premiaban en lejanos concursos. Y yo, claro, caí unas cuantas veces en la tentación de hacer el paripé, bien es cierto que dándole al discurso una apariencia de "contrapoética" que iba muy bien con la autoproclamada rebeldía de mi espíritu de vocación marginal (y así me ha ido). Es evidente que nunca creí ni en lo uno (la poética) ni en lo otro (la contrapoética), pues al cabo son las dos caras de una misma moneda que no paga nuestra osadía. Confieso que nunca me sedujo la impostada pose -salvo que, por definición, toda pose es impostada- de quienes profanan su fe teorizando categóricamente sobre el misterio de su arte, dando por sentado que ese arte es suyo y que, siéndolo, contiene algún misterio. Descreo, pues, de cualquier especie de manifiesto volandero o de poética al uso, tentativas todas que en general sólo sirven para chulear maneras y para conciliar al poeta con sus medios y sus miedos, con sus dudas y certezas, balanceando su ego en la cuerda floja de la autoafirmación narcisista. Es por eso que a menudo, para no perder el norte, me impongo dos relecturas que hacen las veces de una monumental poética, la que otros ya escribieron por mí y en la que mi antiguo afán se reconoce sin fisuras: Cartas a un joven poeta, de Rilke, y Viaje a Ítaca, de Cavafis. Éste es mi credo. |
lunes, 15 de septiembre de 2008
MI POEMA MÍO FAVORITO
no sé cuándo lo escribí, ni sé cuántos años he tardado en escribirlo, ni si está terminado. Dice así: Has surgido del barro que hoy te vence en las alas. El azul de este cielo que rozas se anticipa a toda labor tuya: Es la imagen del sueño que alguna vez tramaron Las manos extendidas de una mujer y un hombre. Los dos -el hombre y la mujer, sus manos- Son barro aún, barro orgulloso del vuelo que inventaron Para ti, desde abajo. Los dos -el hombre y la mujer, sus manos- Son el barro que hoy vuela desplegando tus alas, Redención necesaria de su altura imposible, O penosa victoria de esa fe inquebrantable, De esa agónica forma que sostuvo su abrazo. Pedro, has surgido del barro. Las alas Que hoy te abruman con su peso suicida Son el triunfo de entonces, la certeza de un vuelo Por otros, para ti, soñado. A mi poema mío favorito le puse un título que todavía tolero: Parábola del barro y la paloma. |
domingo, 14 de septiembre de 2008
EL SÉPTIMO DÍA
Tender la ropa al sol es una actividad cotidiana. Un hombre tendiendo la ropa en la terraza de un edificio (no así una mujer) invita a escarbar en el misterio de su vida, en los porqués recónditos de ese manejo torpe de pinzas y prendas de colores, como si de repente toda su existencia pudiera explicarse en la simpleza inusitada de esa acción. Pero dos hombres (no así dos mujeres) que de nada se conocen y que cuelgan su ropa respectiva en la terraza común de un edificio ponen nombre a la mañana soleada del domingo. |
sábado, 13 de septiembre de 2008
AHORA BIEN,
si no aciertas a convertir la literatura en una actividad cotidiana, procura que cada actividad cotidiana se singularice como tozudo nutriente de la literatura. |
martes, 9 de septiembre de 2008
martes, 8 de julio de 2008
viernes, 4 de julio de 2008
FOLIO 128 / NOVELA
"(...) un inútil, les dice, por su culpa no dimos la otra noche con la residencia, y como iba mamado a la vuelta me estuvo tirando los tejos para que me quedase a dormir en su casa, va listo. Cada mano saca sus liras y paga lo suyo, es lo justo. Eva ha de estar a las nueve en Turín, la pareja para la que trabaja sale a cenar y al cine. Una boca de metro los engulle y otra los vomita. El tren va sobrecargado de bostezos de reclutas y de jóvenes monocolores que corean el himno de su equipo, así que unos se sientan en el suelo y otros permanecen de pie, qué mierda de servicio, esto es un abuso. Han ganado, informa Eva, mientras que Pablo se ensimisma y considera el absurdo de este viaje, sobre todo después de lo de la otra tarde en el Flora. Eva se envalentona, sube el tono de su denuncia por este trato tercermundista, vamos como borregos, dónde se ha visto, hoy en día esto no pasa en España, deberíamos reclamar por escrito, pedir la hoja y reclamar, qué se habrán creído. Pablo se pregunta por qué y no le encuentra fuste, por qué esa invitación por teléfono, por qué ese afán de que viniese a Milán a encontrarse con ellas para nada, tras el vacío tan notorio -notorio para ti, y te consta que todo se relativiza si lo pensamos nuevamente- que tuvo que soportar en el Flora. Y por qué esta vuelta de tuerca en su desdén, esta voluntad consciente de marcar un territorio de cuchicheos y secretos, de planes que no lo necesitan, de caprichosos ninguneos. Tú no comprendes, Pablo, tú no sabes interpretar los signos. La ventanilla te devuelve el paisaje desvaído del anochecer, ese mural sucesivo de casas bajas y balcones herrumbrosos, de estercoleros de cemento que se postulan en la vecindad del trazado de las vías. El traqueteo del transporte y la lenta somnolencia te pone en paz contigo mismo y con los arcanos de tu ineptitud. Mas de repente te sorprendes odiándolas a las dos en el mismo lote, como si al odiarlas juntas se rentabilizara la inutilidad de tu esfuerzo, como si al fijarlas con tu odio en un solo objetivo te liberaras de un gran peso, al tiempo que la voz que nadie oye, esa que no sale del pecho, no deja de flagelarte con su triple cantilena: gilipollas, gilipollas, gilipollas". Aquí concluye el capítulo VII, dieciocho folios apretaditos que trabajé en abril y mayo. Ahora estoy en el VIII y miro con el rabillo del ojo al IX, pues la transición argumental entre ambos ha de ser mínima. La novela tendrá veinte, no sé si lo dije. |
martes, 1 de julio de 2008
LAS MISMAS BANDERAS
Tenía yo diez u once años cuando silbé ante mi abuelo Jesús los acordes del himno de España, demandando de él un gesto de aprobación orgullosa para con el nieto predilecto: si mal no recuerdo, se me había activado el chip de la emotividad tras un gol indudablemente histórico de un tal Rubén Cano a una Yugoslavia extinta; y entonces él, mi abuelo, con el puño en alto y los ojos acristalados de un español sexagenario que conoció otras vidas y otras muertes, me devolvió a su vez esa otra letra que hablaba de cucharas arriba y de tenedores abajo, y me preguntó con similar expectación si acaso éste no me parecía más bonito que el otro. La obligatoriedad con que a menudo suscribimos o pretendemos que los demás suscriban ciertas manifestaciones colectivas de afirmación o pertenencia es una antiquísima variedad de alienación, tan baldía y ridícula -y a veces tan peligrosa, los manuales de Historia lo saben- como cualquier otra que implique a los sentimientos. Entre ser y sentirse discurre un trecho, trecho que ya es abismo cuando se trata de escenificar ese ser y ese sentirse bajo formas y colores cuya ostentación sectaria habitualmente nos resulta tan ajena, si no deplorable. Claro que, huelga admitirlo, el que el aire de su aliento sea limpio e integrador o se ampare en su ráfaga de exclusiones nocivas dependerá sobre todo de la excusa que se invente, del uso concreto que del símbolo se haga para condescender a la ventura del alarde. Confieso que no me gusta levantar banderas, y la propia de España la observo con una prudencia o un recelo de los que ya no participa la sombra del dictador, sino la jauría rabiosa que el nacionalismo hispano jalea cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo; pero me puede, no obstante, la sospecha de que yo también sabría emborracharme de su luz originaria y pura, como les pasó a los españoles sucesivos -y ya no a sus hijos no españoles- que lloraban la canción del inmigrante o se abrazaban bajo la batuta de Manolo Escobar al son apologista de aquel pasodoble patrio. Estos últimos días han ondeado en nuestras calles y balcones miles de banderas nacionales con un toro negro de Osborne, y ante la perplejidad cómplice de quienes -por carácter o por la razón que fuere- no solemos transigir con tales efluvios sin un punto de rubor, se ha balbuceado el solemne himno sin letra y hasta lo hemos saludado con la uve de victoria; el mismo cántico y seguramente las mismas banderas que mañana o pasado mañana se esgrimirán con voluntad torcida en un almuerzo fascista bajo el sombrío busto del dictador. |
miércoles, 25 de junio de 2008
LA REFLEXIÓN CÓMPLICE
Cualquier libro que se postula como diario, y que como tal se publicita, irradia una particular erótica, una promesa de intimidad que va ganando al lector a medida que progresa en esas palabras que "desnudan" al ser que narra. Este ensimismamiento exhibicionista, por así llamarlo, anhela, más que ninguna otra variedad de lectura, la complicidad voyeurista de quien se acerca a sus páginas para reconocerse, como si a su través le fueran dictados fragmentos de su propia vida. Mas el peligro que acecha a este género, del que no todos sus cultivadores supieron prevenirse, es el virtual narcisismo por el que suele transitar el yo, abismado a la autodefensa en un entorno que le es hostil de necesidad, en unos ámbitos donde lo cotidiano, al describirlo, revela el alma del observador. Diario de un superviviente es el tenaz dietario de José Manuel Piqueras (Murcia, 1965). Escrito entre 1983 y 2007, sus casi trescientas páginas recaudan el testamento existencial, dolorosamente humano, de un hombre que no se conforma y que, puesto a prueba por el destino, ha de remar contra la corriente de la vida para sobrevivir a la desolación, a la melancolía, al desasosiego y al demonio de la infelicidad. Inevitable pensar en referentes del calibre de Kafka o Pessoa, almas gemelas que, sin ser expresas, prefiguran las líneas temáticas de un libro caracterizado por su concepción poliédrica: breves cuadros y viñetas captados con fino objetivo, fragmentos líricos que se aferran a la ternura, relatos donde prevalece la pulsión erótica, alusiones a la imprescindibilidad de la música, reflexiones sobre el acto mismo de escribir. Y lo hace sirviéndose de una prosa limpia, precisa, con alma, cercana al gusto de los ensayistas de principios del XX (Azorín) y abocada al cuestionamiento del mismo lenguaje, que rara vez se concibe como mero instrumento, sino como agente activo en la problematización de la realidad que lo circunda (Miguel Espinosa). El autor no cae en la trampa del narcisismo gratuito, pues el examen a que se somete rehúye la autocomplacencia mediante sutiles inversiones de perspectiva, o bien se ampara en un derrotismo con apariencia luminosa: "Eso me han traído los años: una arraigada ironía de la que resulta teñido todo cuanto observo". Repitiendo a Whitman, cabe afirmar que Diario de un superviviente no es sólo un libro, sino un asidero que hace honor al título, un punto de apoyo en el tempestuoso mar de la vida, verdadero ansiolítico para el hombre que se refleja en sus páginas. Literatura, en fin, como salvación, que nos vive y nos sobrevive. Y una oportunidad para esa meditación cómplice que todo buen libro demanda. |
sábado, 21 de junio de 2008
LA CITA
Este verano voy a escribir relatos eróticos, pensó para sí y enunció luego para que lo oyera la mujer que lo miraba casi sin verlo desde el otro lado de los cafés y de la humareda producida por un solo cigarrillo en la sobremesa de un restaurante del centro. Este verano voy a escribir relatos eróticos, insistió en un tono más convincente. Su determinación no respondía a una pregunta previa, de ésas que el narrador obvia o deja olvidadas para iniciar su historia por mitad de la historia, sino que surgía de improviso y casi sin fe en el alcance real de sus ramificaciones discursivas. El silencio entre ellos ya duraba más de lo que aconsejan las modernas leyes del relato, así que le apeteció revelar esa especie de exclusiva profesional: dígase que él era un escritor de incierto éxito y ella la prometedora agente argentina con la que contactó por internet, y que ambos habían maquinado la osadía de citarse a ciegas, como en el título de aquel film, en un hotel de una ciudad que a lo mejor no tiene catedral, sita a medio camino entre la residencia del uno y la residencia de la otra. Ausente, la mujer forzó un gesto ininteligible al tiempo que aplastaba en el cenicero la penúltima colilla, pero permaneció muda. Él la observaba casi con lujuria, mesándose el bigote con el pulgar y el índice e ignorando qué clase de relatos eróticos iba a escribir este verano. Y entonces sucedió: la agente acarició el móvil y tecleó con la destreza de una alumna de la ESO durante los sesenta segundos que dan nombre al minuto, hasta que el celular de este lado de la mesa emitió una breve vibración acompañada de una luz intensa que produjo el pasmo del autor; luego él mismo tanteó el aparatito de última generación y tecleó a su vez para conocer el texto del mensaje: "Bajate, voy a pelo", emulando acaso otra escena de otro film. Ella se relamió el carmín fingiendo que se le caía el tenedor, pidió la cuenta al chico que los atendió desde el primer martini hasta el último café, y cuando el chico desapareció de la sala en la que sólo quedaban ellos dos y sus móviles (más el fantasma intrépido del narrador), el autor de éxito incierto se precipitó bajo la mantelería y buscó a tientas el tenedor caído y otras cosas, y husmeó rodillas separadas, y lamió muslos temblorosos, y olió y succionó la tibieza adúltera que manaba de aquella fuente enrevesada y frutal como la melodía inédita del verano que hoy empieza. Pues sí, voy a escribir relatos eróticos, pensó y tal vez dijo, mientras alguien que no estaba en el guion manipulaba aburridamente el teléfono móvil al otro lado de la mesa que ya era sobremesa; alguien que forzó un gesto ininteligible y aplastó la postrer colilla. |
viernes, 20 de junio de 2008
SER ESCRITOR
¿Por qué escribo? ¿Para qué o para quién escribo? ¿Soy escritor? Son preguntas que quienes alientan en su ser el afecto inefable de la palabra escrita suelen formularse a veces, o bien, para prolongar una velada que decae, se las formulan otros cuya apetencia conocen: tales indagaciones resultan rentables en cenáculos al uso, ora labren terrenos de amplitud metafísica, ora zozobren en párvulas frivolidades disfrazadas de sentencia. Lo cierto es que explicar las razones que sustentan esa única razón de vida no es nada fácil -no lo será en ninguna disciplina del arte-, seguramente porque el misterio de la creación se gesta a edades muy tempranas, en ese dominio del subconsciente que antecede y preconiza al albedrío intelectual del que luego se alimenta, puro instinto de afirmación y de sobrevivencia, otra más entre las pasiones que nos poseen y que sin embargo nos definen, pues aprendemos a asumirlas para ser nosotros, poco a poco, quienes acabamos poseyéndolas a ellas. Quizá es por eso que, ante cuestiones de esta especie, la respuesta más socorrida suele ampararse en los juegos de ingenio o en la mera ostentación retórica, si no echa mano del lustre de una cita autorizada que se postula como impecable paradigma. Yo no sé decir por qué escribo, pero sí que no sabría no escribir, esto es, que no sé imaginar el tiempo que me resta sin la luz de ese horizonte que se ha ido grabando a fuego lento no sólo en la percepción que tengo de mí mismo, también en la que procuro proyectar en los demás; y escribo porque es una tarea para la que me siento capaz, de modo que aunque me enorgullecen los logros no dejo de reciclar cada fracaso cotidiano como un lindo reto, y es en el equilibrio entre ambos polos donde a menudo triunfa la felicidad, la dicha de sentirla. Más arduo se me antoja a mí recabar argumentos sobre qué sea o signifique ser escritor, salvado el prurito romántico de que -así lo entiendo yo- no cualquiera que escriba merecerá tan alta etiqueta, al punto de que tampoco será descabellado persuadirnos de que, para ser cabalmente escritor, escribir no es requisito imprescindible. Me tienta cerrar con una frase de Roland Barthes, de su ensayo Crítica y verdad (1966), que subrayé en rojo hace media vida y que hoy -con idéntico acuerdo y adhesión, con el fervor discreto de quien de nuevo capta y aprueba la inteligencia del matiz- me ha devuelto el azar en forma de amarilla fotocopia de universitario que fui: "Es escritor aquel para quien el lenguaje crea un problema, aquel que siente su profundidad, no su instrumentalidad o su belleza". |
miércoles, 18 de junio de 2008
EL PINCEL DE MARISA
El chico asciende a tientas los cinco tramos de escalera y toca el timbre con incertidumbre, pues el inmueble carece de número y en la puerta no halló indicios que certificasen que ésta sea la dirección anotada por su amigo la noche del viernes. Hoy es la tarde del martes, afuera esplende el sol de junio y su dedo alborota la siesta de la comunidad antes de que ella pregunte desde dentro y él le responda con su nombre. Avanzan -la mujer porta un whisky- por este pasillo de museo cutre que acaba en un estudio atestado de volúmenes que se apilan en difíciles equilibrios, de rollos de papel, de archivadores y de otros instrumentos al servicio de su afán: un par de caballetes, bocetos diseminados por el suelo, óleos y marcos todavía solteros, espátulas y botes que hace mucho olvidaron la virtud del orden y el hábito de la disciplina. El chico se detiene, aturdido no tanto por el caos aparente como por no saber qué pintan él y su cuerpo en este espacio. En sus diecisiete años de vida nunca ha visitado un taller ni posado para un artista, y ahora se pregunta si soportará la vergüenza de su desnudez frente a los ojos que lo escruten palpando en sus miembros y en su piel la inteligencia del trazo y la impudicia del detalle. El amigo le dijo que le pagarían bien, y él, goloso de dinero rápido por un trabajo tan simple, cogió la dirección del piso donde Marisa tiene su estudio. Marisa le abre el frigo y le ofrece un refresco -es joven para un whisky, piensa-. Sin más trámite le dice desnúdate, serán dos horas de sesión, cien euros limpios, ¿okay? El chico ya se desprendió de la camiseta y el tejano, y consume un rato con los calcetines, como buscando la complicidad del tiempo para ahorrarse el trago definitivo del slip, slip que ineludiblemente se desliza también muslos abajo y cae, blando, sobre la jarapa. Marisa -un whisky en una mano, un pincel en la otra- habita en la treintena, y reconoce que le gusta pintar al hombre como vino al mundo, sobre todo al hombre adolescente; además, la "textura impregnada de sus telas" ha merecido el aplauso de más de un crítico local. Se aproxima al muchacho y le explica que, de entrada, necesita su semen para lubricar el pincel, es el primer secreto de mi técnica, no temas, no te voy a violar ni nada por el estilo, quédate así... El pelo del pincel se eriza en el contorno carnoso de los labios, circula sobre el pecho liso, ronda alrededor de la pelvis, salta a la entrepierna, modela su fervor en la región de los testículos y persevera en ese falo cuyo extremo tiembla y se tensa segundos antes de proyectar su victoria triste, resuelto en tres y cuatro y cinco y hasta seis propulsiones sin control. El pincel empapado viaja al óleo, donde ya lo trabaja la mano hábil -la otra, sabemos, porta un whisky- de Marisa. |
lunes, 9 de junio de 2008
BORGES Y EL OTRO
Hace un par de noches, navegando sin brújula por ese supermercado de laberintos virtuales que nos regala internet, donde la simple voluntad del índice te lleva de un blog a otro como en un infinito azar de cajitas chinas, me di de bruces con un foro de debate sobre temas literarios, en uno de cuyos mensajes aprovechaba un lector para reivindicar a Mujica Lainez -nunca me quedó claro si estos apellidos llevan tilde, ni dónde-, sin duda "un escritor grandísimo", y añadía que "muy por encima del aburrido y pedante Borges, por citar a uno de los más sobrevalorados". Después la diatriba se animaba con réplicas a favor y en contra, no tanto para sumarse o restarse en la defensa del autor de Bomarzo como para tomar parte en la inusitada depreciación del otro, argentino también, extremo que de paso salpicó a la inocente legión de borgianos ("Borges suele gustar a esos lectores a los que nunca les pasa nada", leí boquiabierto). Ganas me dieron de escribir algo, previa adopción de un alias, y procurando huir de cualquier especie de acritud redacté mi mensaje y lo puse en la botella, tal vez otros navegantes sin brújula se paren a leerlo y compartan mi recelo: 1º Cuestionar la universalidad literaria de la obra de Jorge Luis Borges es un juicio de valor sin valor de juicio, mas deviene atrevimiento soportable, pues si algo hay que no admite disputa es la soberanía, objetiva y subjetiva, de quien se llama lector; así que las maneras y los temas de Borges pueden gustar o no gustar, en esto no hay pecado ni cabe penitencia, pero que quede bien claro que lo que a unos les aburre y les parece pedante, a otros les divierte y estimula su imaginación (y no sólo en los libros). 2º Me pregunto por qué, cuando arman la defensa de una obra o de su autor, algunos necesitan de otro autor y de su obra para resaltar los méritos de aquél. Tasar la virtud literaria de Mujica Lainez en comparación y competencia con la de Borges se me antoja un desacierto crítico de alcance imprevisible, una trampa para quien la pone -¿quién usaría otro apellido de escritor para elevar la tasación de Borges?-, no porque admita el supuesto de que uno sea peor que el otro, sino porque al decantar el juicio entre dos de su calibre agredimos al principio de conciliación que subyace en el disfrute estético. 3º Entiendo que éste no es el momento de colocar en dos platillos lo que a mí me gustó y me disgustó de Bomarzo cuando lo leí, pero si lo hiciese jamás peregrinaría por el ancho mundo de los argumentos que discurren fuera de las seiscientas y pico páginas de la edición de Seix Barral que manejé en su día. |
jueves, 5 de junio de 2008
PACHORRA
Hay palabras bendecidas por un plus de expresividad que las entroniza en el acervo cotidiano, palabras cuya cercanía y contundencia jamás admitirá la impostura facilona del sinónimo, palabras que se contagian misteriosamente de la parcela de mundo referenciado hasta casi deglutirlo en un virtuoso alarde de alcance onomatopéyico, palabras que no participan del prestigio literario, que dormitan largas temporadas en la recámara del hablante y que de repente un día se postulan en todo su esplendor, ávidas de iluminar con su atinado dardo el discreto azar que el destino les reserva. Recuerdo ahora un pasaje de Antonio Muñoz Molina, en concreto de su seminovela Ardor guerrero -por cierto, un divertido documento que habría que poner también al servicio de la memoria histórica, tan denigrada por algunos-, donde se define "el arte sutil, aunque nada heroico, del escaqueo, o acción de escaquearse, verbo reciente de nuestro vocabulario militar a cuya conjugación dedicaríamos una gran parte de los meses futuros". Yo, que me fui resistiendo al llamamiento cuartelario con la noble excusa de mis estudios y que aplacé la incorporación hasta que ya no hubo otra salida menos gravosa que declararme objetor, conocía sin embargo el tradicional y casi tópico anecdotario que tantas veces les había oído a los amigos y parientes, así que mi lectura de la mili de Muñoz Molina significó una especie de rememoración de la mili que yo nunca viví, el certificado literario de aquel compendio de disparates inconexos que todos contaban. "Escaquearse no era desobedecer, sino hacer más o menos lo que le daba a uno la gana fingiendo que obedecía; escaquearse era desaparecer durante horas con el pretexto de una tarea que podía completarse en segundos, o conseguir que a uno lo dieran de baja en el botiquín gracias a una dolencia marrullera e inventada. Había maestros absolutos en el escaqueo (...)". En la última semana ha vuelto a mi vocabulario otra voz que se gestiona en la órbita del escaqueo, pero que ni es su igual ni podría serlo: hablo de la pachorra. Es en el entorno laboral donde la pachorra -que no confundiré con la lentitud, o gozo de recrearse en lo bien hecho- halla su mejor caldo de cultivo, encarnándose en criaturas de ambos sexos que obstruyen cualquier progreso cuando tal progreso se cifra en la aportación colegiada del grupo. La pachorra, al principio, propaga un clima tenso, insoportable, y el ente activo la sufre cual condena que no está en su mano corregir; pero poco a poco la pachorra se normaliza, se blinda, y el ritmo de la comunidad se somete a su dictado. |
martes, 3 de junio de 2008
DOS VIÑETAS
En el intervalo de un minuto, dos amigos -Él, Ella- me regalan el relato de sendas viñetas cuya anécdota respectiva, basada en hechos reales, pronto se resuelve en la inopinada convergencia de su destino unívoco, haz y envés de la página que a diario se escribe en el mundo, cara y cruz de la moneda que ya están heredando nuestros hijos. Las transcribo a mi modo, mas sin ahorrar ese efecto de complementariedad inevitable que en ambas percibí y ahora concibo: (Él).- Teléfono que suena sin ningún vaticinio. Quien descuelga e indaga se reconoce dueño de un coche que pudiera ser gris. La voz neutra del agente le explica que el suyo rozó ayer otro coche que pudiera ser claro, así les consta. Quien tomó el teléfono no sabe de qué le hablan, no es consciente de haber rozado a nadie ni recuerda haber estacionado en la calle que le indican. Tras breve forcejeo verbal, el dueño del coche que pudiera ser gris concede sin embargo que todo es posible, y pasa una mala noche. Al otro día, más para olvidar el incidente que por contribuir a su verdad objetiva, admite que sí, que tal vez estacionó allí donde le dicen, que quizá se descuidó en una maniobra absurda y dañó con el suyo ese coche que pudiera ser claro. Sugiere, incluso, que por favor contacten con su aseguradora y resuelvan el trámite, pese a saber que ello le acarreará la pérdida de algún punto de su carnet y, con toda probabilidad, una subida en la tarifa que habrá de renovar el próximo otoño. Pero esta noche él y el mundo van a dormir más tranquilos, y eso le basta. (Ella).- Un coche oscuro con un padre y un hijo encuentra al fin la ansiada plaza de aparcamiento. El espacio entre los otros, uno claro y otro gris, es muy justito, pero suficiente. La maniobra es torpe: primero recula con un giro excesivo a la derecha y luego trata de corregir con otro tan suave que sin remedio toca en el lateral del coche claro. Consumada la hazaña, el del coche oscuro pone el pie en el asfalto y ausculta con disimulo mal fingido la gravedad del incidente: le ha levantado veinte centímetros de pintura. El suyo, en cambio, permanece milagrosamente indemne, apenas contagiado de la pintura clara que saltó del otro. El hombre mira alrededor, se cerciora de la posesión del secreto, le hace a su hijo un gesto equívoco y, cuando ya parece que huirá de la escena, se le ilumina el rostro, busca un papelito y garabatea que lo siente mucho, que el estropicio es suyo, y añade a modo de firma la matrícula íntegra del coche gris, testigo silencioso del suceso. Padre e hijo se sonríen, cómplices, satisfechos. El mundo no dormirá mejor esta noche. |
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