En lo primero que he pensado al leerlo ha sido en aquel cuento,
compilado por don Juan Manuel, que receta la anécdota del padre y del hijo que
se subían o se bajaban del burro según la opinión de las gentes, resultando que
no había forma de contentar a todos: en la vida como en la literatura, uno al
fin tiene que intentar hacer lo que buenamente quiere o sabe o le dejan. Que todo puede ser dicho de otro modo es una obviedad
afortunada; en efecto, es en el decir donde se vierten y advierten los matices que
dan cuenta de un estilo propio o impostado, de una voz genuina o del eco torpe de
otras voces. Uno escribe como escribe, a veces con regocijo íntimo y otras muy
a pesar suyo, a veces para bien y otras paral mal, a ratos recaudando algún
piropo o palmadita y otras provocando el bostezo y hasta el desencuentro de
quien lee. En cuanto a lo de “floritura y pedantería”, ahí sí que me ha
dado: admito que es en la afectación de estilo que ambas palabras denotan y denuncian
donde más inseguro me siento cuando escribo, donde a menudo más se empantanan
muchas de mis páginas, sobre todo las de ficción narrativa, sobre todo las que
todavía no he sabido dar por concluidas y permanecen en el limbo incierto de los
inéditos.
Firme defensor de las curas de humildad, de su terapia infalible y necesaria, en tal medida agradezco y canalizo el comentado comentario de este
anónimo.
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