Un escritor al que sigo se quejaba hace poco de que alguien le hubiera manifestado su desinterés por Galdós, aduciendo que si no lo había leído no podía decir que no le interesa, y deslizando de paso el descrédito que le merece esa especie de desdén (tan español, dice) que a la vez que se declara hace gala de su ignorancia.
La lista de los autores que a mí no me interesan, si se me ocurriera perder el tiempo en hacerla, es infinitamente más amplia que la lista de los autores que acaso me interesan. Los hubo que me interesaron mucho y que ahora han dejado de interesarme, por tantos y tan variados motivos que no los voy a desgranar aquí. Los hay también que no me interesaron cuando debí haberlos buscado y que hoy los visito y los hallo con una veneración sospechosa, tal vez anacrónica; pero tampoco merecerá la pena que me pare a analizar la dignidad de mis querencias antiguas ni la licitud de mi apetencia moderna. Y, en fin, los hay que nunca me interesaron y que, mucho me temo, nunca me interesarán aunque ni siquiera los haya leído, no sé muy bien por qué ni pretendo averiguarlo en esta hora, es la esencia de un albedrío intangible que se disputa entre la intuición intelectual y la empatía emocional y que coquetea con el puro azar, misterio trinitario que tampoco se resolverá aquí, no por mí.
Creo que aún me asiste el derecho soberano a sentir interés o desinterés por un autor o por una obra, los haya leído o no los haya leído, se llame Benito o se llame Benedicto, simplemente por referencias, y entiendo que nadie debiera deducir de mi actitud juicio crítico alguno, ni aprecio o desprecio literario, ni nada de nada que se insinúe más allá de la estricta voluntad.
Es una opinión que no sé si interesa, pero es la mía.
miércoles, 29 de mayo de 2013
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