miércoles, 22 de mayo de 2013
DESDOBLE
Tomo silla en la terraza de la tarde y aguardo la inminencia del amigo. Antes, en el paseo hasta la cita, se me ocurrieron un par de ideas que ahora amenizan mi espera y que me decido a garabatear en mi libreta de mano. Volcado en ese gesto casi primitivo, presiento a la chica que atiende las mesas y le digo que vuelva más tarde porque no voy a estar solo y no me quiero anticipar. Por el tono de su piel, ha de ser sudamericana, y mientras trazo secretamente mis notas la imagino a la distancia de unos metros, detenida en la prudencia de su oficio, al acecho de nuevos clientes para ofrecerse a servirlos, controlándolo todo sin quitar un ojo de ese hombre de mediana edad que escribe en su libreta y que aún no ha pedido nada. La muchacha se mira las uñas, se acuerda de una cosa que le dijo su abuela cuando vivió con ella una temporada, en Quito, la distrae un hombre que se quita el casco y deja la moto. Hay un mendigo con la mano extendida que se eterniza ante la mesa del que escribe y que desaparece de la escena justo en el instante en que entro por un lateral de la plaza y, tras aparcar debajo de un árbol, me aproximo al amigo preguntándome qué clase de pensamientos estará recogiendo en su libreta de mano. Disculpo mi retraso, pues habíamos quedado a las cinco y ya son las cinco y cinco: los dos somos bastante puntuales. Una chica me saluda, seguro una antigua alumna, pero no recuerdo el nombre. La otra, la que atiende las mesas de la terraza, viene hacia nosotros para tomar nota de nuestras peticiones: él un café cortado; yo un agua mineral. Oye, ¡qué fastidio de alergia!
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