Subo la persiana y el cielo del nuevo día se erige
perfectamente azul, recortado por el contraste lineal de tejados y terrazas y,
más al fondo, por el verde que ondula el horizonte de la montaña. Luce un sol
limpio en la primavera rezagada del sureste, pero conforme discurren los
minutos surgen nubecillas que poco a poco buscan alianza para constituirse en
figuras imposibles que avanzan sin esfuerzo sobre el lienzo celeste. Al seguirlas
desde la pereza de la cama, transportado por su irremediable ingravidez, siento
que mi ánimo se contagia de antiguas inquietudes y retrocede hasta tres
décadas, a mediados de los ochenta, quizá espoleado por la memoria repentina de
un poema de entonces que gestionaba su particular olvido, unos versos que hablan
de las nubes como símbolo de los sueños no alcanzados, lejanas nubes que aquel
adolescente que fui miraba desde abajo, absorto, preguntándose al fin, en el
último tramo de la composición, si el adulto que llegaría a ser y que se elevaría
sobre ellas iba a observarlas entonces con parecido afán. Escarbo y recito:
Mañana aplastaré las
nubes desde arriba.
¿Habrá roído el tiempo
sus rosados perfiles?
¿Seré uno más llorando
en el abrazo la furia
de quien llega
sediento hasta el origen,
mas ya no es éste el
manantial que codiciara?
¿Estarás, Amor, si
alcanzo,
tan alto y necesario
como ahora?
Ha pasado mucho tiempo y he escrito muchos versos; pero
aquella certeza inmaculada en el instante de atrapar las emociones, aquel
éxtasis de la palabra buscando su exacta correspondencia en el asombro de un
mundo adverso, aquel gozo indescriptible de la inspiración que se abre camino
sin ser invocada y que triunfa en la ingenuidad del pecho sin ambicionar nada
más que su propia complacencia, eso se ha repetido en muy contadas ocasiones, y
hoy, contemplando esas nubes cada vez más oscuras, dudo mucho que la musa me vuelva a
regalar aquella plenitud, aquellos dones.
sábado, 18 de mayo de 2013
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