Anteayer, en clase, me apeteció servirme de la actualidad
mediática que alcanza la conocida profecía maya, ya saben, esa que interpreta para el día
de mañana, 21 de diciembre de 2012, una especie de holocausto terráqueo o de
acabamiento definitivo del mundo que se conoce. La literatura y el cine no han ahorrado
energías para indagar el antes y el después de un hipotético fin del
mundo, abismo que habrá de llegar aunque no sepamos cuándo ni cómo, pero del
que yo suelo opinar, con mi pizquita de sana pedagogía que no lo ocasionará una catástrofe de la Naturaleza ni tampoco la tan socorrida inteligencia
extraterrestre, sino que surgirá de sus propios inquilinos, seamos nosotros o
nuestros descendientes. Así que, fiel a un estilo, después de mi breve
alocución apocalíptica y de un intercambio de pareceres, improvisé el comienzo de un
relato fantástico que ellos, los alumnos, deberán proseguir y culminar, para leerlo en el aula (si la profecía no se
cumple, entiéndase) en la segunda semana de enero; y aquí lo rescato para que
no se nos olvide:
“Había pasado una jornada intranquila, presa de un sopor
inusual, y cuando por la noche me metí en la cama tardé un buen rato en
conciliar el sueño. Recuerdo el mes -diciembre- y recuerdo el año -2012-; pero
recuerdo sobre todo que para el día siguiente estaba anunciado el fin del mundo”
[…].
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