Siempre me ha enternecido la relación del hombre con el
árbol. Me emociona referir la anécdota de aquel abuelo de Saramago que, sabiéndose próximo a la muerte, salió al huerto y abrazó cada uno de los árboles, a modo de despedida.
Cuenta mi padre que fue un muchacho de una delgadez extrema -“se lo
llevaba el viento”, abunda mi madre; “cuando me llamaron a
filas pesé cincuenta y cinco”, precisa él-, pero dotado de mucho nervio, tan ágil y tan atrevido que no
se arredraba a la hora de competir con otros más curtidos para hacerse valer en
el trabajo. Pocos secretos guardaban para él los árboles: comerse un higo
a horcajadas en una rama, a diez o doce metros sobre la tierra, o desayunar en
la copa de un cerezo con los privilegios de un pájaro eran minucias de su
jornada, hábitos simples que hoy, a través de las palabras que usa, se
contagian de una dimensión épica.
Esta mañana he visto a mi padre, ya septuagenario, subido al
naranjo que plantó con sus manos. Asegurando el pie en las cruces, seleccionaba cada fruto según su grosor y su color, y, con amoroso tacto, le acercaba una
tijera que lo cortaba por el tallo para no dañarlo. Y entre tanto, desde arriba, como tantas
veces, con esa especie de la nostalgia en que a menudo naufraga el propio orgullo,
me ha repetido que cuando era joven, en el tiempo de coger la oliva, solía
encaramarse a los árboles no por el tronco, sino por las ramas, como los monos,
y que algunas veces saltaba de uno a otro sin pisar el suelo, con la simple maestría
de la ardilla.
Sé que, en los próximos días, cada una de las naranjas
que él me ha ido dando esta mañana, cada una de las naranjas que voy a pelar y
que luego me llevaré a la boca, contendrá necesariamente en cada gajo, en cada bocado, el sabor
enternecido de esa imagen consolidada para siempre en mi memoria.
domingo, 20 de enero de 2013
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