Por mucho que reniegue de su faz demoníaca, uno ya no sabe cómo
hacer para desembarazarse del acoso cotidiano de la tecnología digitalizada ni
de la maravilla que la informa, de modo que a uno se le van imponiendo en las
manos y en los bolsillos esos aparatos de última generación que primero lo
cercan con el anzuelo de la novedad más apremiante y después lo seducen con el
espejismo de su imprescindibilidad, para, al fin, colonizarlo, someterlo e
idiotizarlo de manera irreversible, bajo el reclamo paulatino de su paradójica
servidumbre. Dotados de una inercia irresistiblemente obscena, estos artilugios
personales consiguen que olvidemos ese casi sosiego prehistórico que quienes
peinamos canas nos prometíamos para las horas calmas de la edad madura; así que
nos dejamos engatusar como niños mientras la yema imperiosa del índice se posa en
su superficie apetecible y nos regalamos la mentira inmediata de su universo ilimitado
y fascinante; y a cada momento nos dejamos llevar por la locura virtual y por la enredada estela
de frivolidades que cobija; y con absoluta tiranía, sin que nos demos cuenta, se adueñan -acaso para
siempre- de aquella porción de libertad que creíamos innegociable y que nunca sospechamos
que pudiese estar en peligro.
martes, 27 de noviembre de 2012
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1 comentario:
Yo aún mantengo, dentro de lo que cabe, un estatus bastante pretecnológico; y la cosa es que no siento la menor fobia por la tecnología, así que mucho me temo que es ella la que me odia. Salud y fuerza, amigo Pedro.
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