Hay unos versos de Borges que la buena memoria me susurra
ocasionalmente en la intimidad de mis paseos, sobre todo en días como el de
ayer y en tardes plomizas como la de hoy: “La lluvia es una cosa que sin duda
sucede en el pasado”. Pocas veces se habrá tropezado el lenguaje con una ristra
de palabras que exprese con más tino eso que llamamos melancolía, y que tanto se asemeja al regazo cálido de un tiempo dichoso (dichoso porque
no sabía que lo era). Ver la lluvia, su espectáculo benévolo, nos retrotrae a
otras lluvias antiguas que en verdad son una y la misma, igual que el fuego que arde en
la chimenea se nutre de todos los fuegos que nuestra inocencia vio arder y que
siempre nos producen esa hipnosis lúcida del ánimo.
Es cierto que cuando éramos niños llovía de otro modo, con
otra saña y acaso con otra voluntad. A veces, a finales del verano y comienzos del
otoño, en aquel pueblo rodeado de montes, la lluvia venía a menudo acompañada
de su arsenal de truenos y relámpagos, y mi madre se persignaba casi
nerviosamente alegre mientras le rezaba su fe supersticiosa, con un murmullo mecánico, a Santa
Bárbara bendita, la que en el cielo estaba escrita y no me acuerdo de más. Sin
transición ponía en la sartén el aceite y los granos para hacer saltar las flores de maíz
(nunca ha sabido o no ha querido nombrarlas palomitas,
como en las películas de la tele) con azúcar, con tanta azúcar que se formaban
enormes terrones de caramelo floreado. Entonces, apoyados en el alféizar del ventanuco más
alto de la casa de la infancia, mi madre y yo nos íbamos comiendo la fuente de flores mientras contemplábamos
los ríos de agua en los surcos del tejado de enfrente, sus chorros cayendo,
precipitándose desde los diez o doce metros hasta esa calle por donde esporádicamente circulaba,
sepultado por el ruido, el misterio de algún paraguas negro.
jueves, 8 de noviembre de 2012
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2 comentarios:
Qué recuerdos. Ha sido realmente evocador. En mi casa también nos quedábamos mirando la carretera que bajaba como un río. La lluvia siempre nos ha hipnotizado por estas tierras. Además era frecuente que con la lluvia se fuera la luz. Entonces poníamos una vela y a mis abuelos les daba por contar historias de cuando eran jóvenes. Cuando la luz volvía los mayores se alegraban, pero a mí y a mis hermanos nos daba mucha rabia, porque toda la atmósfera se rompía y, debido a no sé qué extraño mecanismo, las historias del pasado se cortaban y regresábamos a los ochenta.
En mi pueblo también llamábamos flores a las palomitas. En Tenerife las llaman "cotufas", que no sé qué significa. Desde luego se asemejan más a flores que a palomas pequeñas. Si yo tuviera que rebautizarlas las llamaría "barrocas", por su forma y por el sonido que producen al masticarlas, pero prefiero el término flores, directamente conectado a un pasado personal, y más aún, si son de otoño.
Gracias por tu entrada.
Llevas razón en lo de las vela, una constante de aquel tiempo que, sin embargo, se me ha pasado en mi evocación.
A mí también me gusta "barrocas". nunca se me había ocurrido y la verdad es que dice mucho de la impresión estética que producen. No más "palomitas de maíz", sino "flores barrocas".
Salud!
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