Conforme pasa la vida, se va poblando también el álbum de
las ausencias próximas; esto es, de los nombres y los rostros de quienes
conocimos y estimamos y ahora duermen parte de su eternidad en algún recodo de nuestra
memoria, de aquellos cuyo ser antiguo se nos evidencia de vez en cuando bajo la
forma inspirada de un objeto, de una palabra o de una fecha, fieles
protagonistas de la archiconocida anécdota familiar o de una simple invocación
del subconsciente.
No soy amigo de visitar cementerios ni lugares de culto (templos, estadios, centros comerciales...), y
tampoco me gustan las aglomeraciones que no sean reivindicativas de causas
justas, así que estos días de necrofilia importada y de ostentación sepulcral me
he limitado a poner en orden la secreta cronología de mis muertos.
Hay un dicho que señala a los que no tienen o no necesitan
de ninguna abuela, porque ellos solos se arrojan las flores de la vanidad; y es
el caso que, si me paro a pensarlo, hasta el día de hoy yo ya he despedido a
cuatro, mejor aún: a cuatro abuelas y a tres abuelos. Alcancé a conocer a la abuela vieja, que era como llamábamos en
mi casa a la bisabuela Juana, la que un día se hartó de su falsa dentadura y la
tiró a un barranco, la que se fue centenaria, hacia 1987. A ella la siguieron,
en hornada sucesiva, la mama Cruz, en
realidad María Cruz, la más joven y la más vulnerable, en abril de 1995, cuando
aún no había entrado en la octava década; el abuelo Pedro (junio de 1996), el papa Jesús (septiembre de 2003) y la
abuela Salvadora (agosto de 2005), estos tres instalados en la longeva redondez
de sus noventa años. También quiero añadir a una nonagenaria abuela Carmen,
cuya sangre siempre amable y prudente no discurre por mis venas pero sí por la
de mis hijos; y al tío Silvela, aquel solterón, cascarrabias pero agradecido, que negoció la buena amistad de mi padre para defenderse de la soledad y el rigor de
sus últimos inviernos.
Tengo otros muertos, otras historias, como la de aquel primo
Federico que halló la muerte dulce en el asiento de atrás de su coche, cuando aún
no cumplía los veintisiete; como la de mi tío Jesús, que se extravió en la
noche profunda de la esquizofrenia y en ella habitó durante más de cuatro
décadas; como la de mi hermana sin nombre, la que llegó muerta cuando yo era un niño, y cuyo cuerpo minúsculo nunca hemos sabido en qué lugar exacto nos lo
enterraron.
sábado, 3 de noviembre de 2012
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