martes, 20 de noviembre de 2012

EN BUENA HORA

Hoy en día, el reloj ya no tiene la función primigenia de informar sobre las horas y minutos con un rápido movimiento de antebrazo. Hoy en día, con los teléfonos móviles y demás, el reloj se ha consagrado definitivamente como alhaja de marca cuyo cometido último no es ya seccionar el tiempo y medirlo, sino mostrarse en su engarce de pulsera y ostentar ante el mundo su valor material (esto es, su coste en moneda de uso) o su íntimo significado sentimental (que, con frecuencia, hemos de tasar también según su coste en moneda de uso). Hoy en día, cuando te regalan un reloj -contra lo que advirtió el cronopio fundador- ya no te regalan la necesidad de darle cuerda a diario para que siga siendo un reloj; pero sí que te regalan con él -como adivinó el mismo cronopio- el miedo de perderlo (no hay equivalencia probada entre perder el reloj y perder el tiempo, creo) o de que te lo roben (a mí, por ejemplo, me lo robaron en el vestuario de un gimnasio) o de que se te caiga al suelo y se rompa. Pero a Julio Cortázar se le pasó por alto que, junto a la obligación de mantenerlo en hora para que al menos parezca lo que es, con el reloj de hoy en día te regalan la fatiga que supone estar pendiente de los tradicionales adelanto y retraso que dictan las autoridades del continente, dos veces al año.
Durante casi un mes he llevado en la muñeca derecha un reloj, el mío, con una hora de menos. Al principio procuré sin éxito desplazar sus manecillas, lo volví a intentar más tarde, desesperé como solo desespera la ignorancia, y poco me faltó para servirme de la fuerza de mis dientes o de las rudas tenazas que obedecen a la maña de mi padre. Sabía que no podía ser tan complicado, y esa certidumbre me enfurecía más y más, al calor creciente de la impotencia. Pero oculté mi olímpica torpeza y aguanté en secreto el retraso constante de una hora, hora tras hora, desde hace casi un mes. Hasta que la otra tarde, cuando paseaba junto al escaparate de una relojería, engullí ese resto de orgullo que aún me poseía y me decidí a pedir ayuda. La amabilidad del técnico me explicó que había que desenroscar primero hacia atrás y luego extraer así la corona (¿dijo corona?), como siempre se ha hecho, y entonces deslizar las agujas así, empujar la corona (creo que sí, que dijo corona) para que recuperase su sitio y atornillarla de nuevo, hasta la próxima. En apenas un instante que para mí duró un mes, ya no eran las siete y dos, sino las seis y dos. Salí al trasiego de la calle con sensaciones rejuvenecidas.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hace muy pocas semanas que experimenté, no sin cierta incredulidad, que cuando una amiga cogía mi muñeca para observar el reloj al que la llevo atada no miraba la forma, ni el diseño, ni la hora que este iba dictando. Buscaba en él la marca que lo definía. Yo, que no había tenido esa tentación; yo, que aborrezco cada vez más las marcas; yo, que solo dije: "un reloj es tiempo, y a mí, este tiempo, me gusta. Lo demás me da igual".

Cortázar no contaba con la supina tontería del "pijerío". Nos han hecho creer que somos mejores y más modernos si llevamos algo con nombre propio o animal salvaje colgando del cuerpo. A ver si al final tanta tontuna acaba por engullirnos. O por engullirlos: porque yo no comulgo con ello.

Fdo.
Lesbia.
Con la hora de hoy.
Y disculpe la indiscreción.

Pedro López Martínez dijo...

Gracias por el comentario. Y permíteme una confesión: poseo una modesta colección de relojes parados, unos que fueron míos y otros que no (me gustan más los que no son electrónicos ni digitales); me encanta esa sensación de tiempo detenido en objetos que nacieron con el destino incesante de dar vueltas y más vueltas, me provoca una especie de vértigo, no sé cómo explicarlo. Es como si a través de ellos latieran aún las vivencias de otra época, las prisas y las esperas, las decepciones, los plantones... Presiento algo mágico en un objeto que ha perdido su razón cotidiana para convertirse en pieza de coleccionista modesto.