La escritura es una pugna, una lucha entre la idea y el instrumento, un continuo tira y afloja entre lo que se quiso escribir y lo que finalmente quedará escrito, tensión creativa que se tiende a conciliar para que sea el escritor quien salga victorioso; y he aquí el peligro más grande, porque tal victoria, a menudo, conduce al escritor a la complacencia, sin que haya entendido que quien de verdad ha de ganar ese pulso entre el pensamiento y el lenguaje no es él ni es su talento, sino la aventura cómplice del lector.
Escribo y reviso el párrafo previo con sensaciones enfrentadas, contradictorias, mientras rumio la especie de crítica que de estos retales hace -en privado, a través de un tercero- uno de sus últimos seguidores: "Está muy bien escrito, todo es perfecto, demasiado perfecto; tan perfecto que me acabo distanciando del impecable artificio de la perfección".
martes, 30 de octubre de 2012
lunes, 29 de octubre de 2012
LA SUPREMA ELECCIÓN
Prosas apátridas,
de Julio Ramón Ribeyro, fue mi primera lectura del último julio, como en el
julio de 2011 lo había sido La tentación
del fracaso. Aclaro que no elegí tal mes para conmemorar la mitad del
nombre del autor peruano, amigo de Bryce Echenique y de Vargas Llosa, sino para festejar el mío propio: si los diarios los adquirí el
29 de junio bajo la excusa del santo Pedro, aquel me lo obsequiaron manos
próximas justo un año después, bajo el signo propicio de la misma santidad.
En menos de una semana leí y subrayé, recreándome, los fragmentos más jugosos de Prosas apátridas, esos a los que volví anoche y a los que he sucumbido esta mañana para recuperar un estado de plenitud cómplice que, lo sé, solo alienta entre las pacientes tapas de algunos libros releídos. Así, podría citar ahora las reflexiones sobre el destino (números 81, 116 y 129) y la teoría del error inicial (4), o sobre lo fácil que resulta confundir la cultura con la erudición (21, 25), o sobre la distancia definitiva que cuando hablamos de mujeres otorga la conversación (53), o sobre la diferencia metafísica, o casi, entre quien viaja en el sentido de la marcha del tren y quien lo hace de espaldas a ella (52), o, en fin, sobre el defecto de la dispersión (92) y la dominación de los objetos (94), dos sensaciones que comparto fatalmente. Etcétera.
Pero, entre todos, hoy me apetece transcribir aquí el texto número 80, pues capta el que para mí fue y sigue siendo el gran dilema de la madurez. Atención: “A cierta edad, que varía según las personas pero que se sitúa hacia la cuarentena, la vida comienza a parecernos insulsa, lenta, estéril, sin atractivos, repetitiva, como si cada día no fuera sino el plagio del anterior. Algo en nosotros se ha apagado: entusiasmo, energía, capacidad de proyectar, espíritu de aventura o simplemente apetito de goce, de invención o de riesgo. Es el momento de hacer un alto, reconsiderarla bajo todos sus aspectos y tratar de sacar partido de sus flaquezas. Momento de suprema elección, pues se trata en realidad de escoger entre la sabiduría o la estupidez”.
En menos de una semana leí y subrayé, recreándome, los fragmentos más jugosos de Prosas apátridas, esos a los que volví anoche y a los que he sucumbido esta mañana para recuperar un estado de plenitud cómplice que, lo sé, solo alienta entre las pacientes tapas de algunos libros releídos. Así, podría citar ahora las reflexiones sobre el destino (números 81, 116 y 129) y la teoría del error inicial (4), o sobre lo fácil que resulta confundir la cultura con la erudición (21, 25), o sobre la distancia definitiva que cuando hablamos de mujeres otorga la conversación (53), o sobre la diferencia metafísica, o casi, entre quien viaja en el sentido de la marcha del tren y quien lo hace de espaldas a ella (52), o, en fin, sobre el defecto de la dispersión (92) y la dominación de los objetos (94), dos sensaciones que comparto fatalmente. Etcétera.
Pero, entre todos, hoy me apetece transcribir aquí el texto número 80, pues capta el que para mí fue y sigue siendo el gran dilema de la madurez. Atención: “A cierta edad, que varía según las personas pero que se sitúa hacia la cuarentena, la vida comienza a parecernos insulsa, lenta, estéril, sin atractivos, repetitiva, como si cada día no fuera sino el plagio del anterior. Algo en nosotros se ha apagado: entusiasmo, energía, capacidad de proyectar, espíritu de aventura o simplemente apetito de goce, de invención o de riesgo. Es el momento de hacer un alto, reconsiderarla bajo todos sus aspectos y tratar de sacar partido de sus flaquezas. Momento de suprema elección, pues se trata en realidad de escoger entre la sabiduría o la estupidez”.
viernes, 26 de octubre de 2012
LAS BALSICAS
Hay vocablos que terminan por imponerse a la realidad que
refieren, nombres que respiran su ayer afianzados en algún lugar de nuestra
memoria de adultos y que sobreviven al recuerdo con esa suerte de tenacidad
que, desde el tapiz de la nostalgia, solo incumbe a los signos.
Por la ladera del cerro, siguiendo la empinada senda que bestias y hombres habían convertido en camino, los muchachos ascendíamos ese acantilado del vértigo y nos adentrábamos en el monte dejando el pueblo a nuestra espalda, de modo que, en menos de un cuarto de hora, situados a la altura que presagiaba en la distancia la torre del castillo, ingresábamos en aquel milagro de la naturaleza: un remanso de terreno alisado por el agua que las lluvias de entonces arrastraban.
Habíamos puesto un par de pedruscos en cada fondo, a manera de postes, y de vez en cuando les cogíamos las hoces a nuestros padres y segábamos los juncos que entorpecían el juego en el córner y en el lateral. Las líneas del campo apenas se intuían, salvo cuando le robábamos medio saco de yeso a cualquier vecino metido en obras; y en la primavera, con un poco de suerte, hasta podíamos deslizarnos por una alfombra irregular de hierbajos que a nosotros nos hacían la impresión del césped todavía incoloro del partido semanal que ofrecían en la tele. Nunca tuvimos el horizonte de un larguero para sancionar la belleza de los goles por la escuadra o para gozar el impacto seco en la madera; nunca fue posible el lujo de una red que amortiguase la dicha efectiva del disparo para no tener que aventurarnos al barranco en busca de la enésima pelota. Pero es allí, en aquel espacio remoto de la infancia, donde muchos de nosotros podríamos aún adivinar la magia indeleble de lo que probablemente fue el escenario del mejor de nuestros sueños.
Era salir del colegio, a las cinco, y dejar las carteras y subir corriendo a echarnos el partido, apurando hasta el último instante, cuando las luces de la tarde se iban diluyendo y había que regresar de nuevo, deprisa, casi a tientas, dejándonos caer por aquella senda tortuosa que al día siguiente nos volvería a llevar a Las Balsicas.
Por la ladera del cerro, siguiendo la empinada senda que bestias y hombres habían convertido en camino, los muchachos ascendíamos ese acantilado del vértigo y nos adentrábamos en el monte dejando el pueblo a nuestra espalda, de modo que, en menos de un cuarto de hora, situados a la altura que presagiaba en la distancia la torre del castillo, ingresábamos en aquel milagro de la naturaleza: un remanso de terreno alisado por el agua que las lluvias de entonces arrastraban.
Habíamos puesto un par de pedruscos en cada fondo, a manera de postes, y de vez en cuando les cogíamos las hoces a nuestros padres y segábamos los juncos que entorpecían el juego en el córner y en el lateral. Las líneas del campo apenas se intuían, salvo cuando le robábamos medio saco de yeso a cualquier vecino metido en obras; y en la primavera, con un poco de suerte, hasta podíamos deslizarnos por una alfombra irregular de hierbajos que a nosotros nos hacían la impresión del césped todavía incoloro del partido semanal que ofrecían en la tele. Nunca tuvimos el horizonte de un larguero para sancionar la belleza de los goles por la escuadra o para gozar el impacto seco en la madera; nunca fue posible el lujo de una red que amortiguase la dicha efectiva del disparo para no tener que aventurarnos al barranco en busca de la enésima pelota. Pero es allí, en aquel espacio remoto de la infancia, donde muchos de nosotros podríamos aún adivinar la magia indeleble de lo que probablemente fue el escenario del mejor de nuestros sueños.
Era salir del colegio, a las cinco, y dejar las carteras y subir corriendo a echarnos el partido, apurando hasta el último instante, cuando las luces de la tarde se iban diluyendo y había que regresar de nuevo, deprisa, casi a tientas, dejándonos caer por aquella senda tortuosa que al día siguiente nos volvería a llevar a Las Balsicas.
martes, 23 de octubre de 2012
MI PROPIO BARRO
Mucho de lo que golosamente uno ha ido bebiendo de tantas fuentes
para hidratar su biografía narrativa (me refiero aquí, con sucesivo entusiasmo,
a las lecturas de Juan, de Jorge Luis, de Antonio, de Miguel y de José, entre
otros nombres menos memorables) se volvió a menudo contra la prosa genuina que
uno hubiera querido para sí y para cimentar su obra, y ello, quizá, por culpa
de esa irreprimida tendencia al mimetismo que, ahora me doy cuenta, lo mismo
puede entenderse como facilidad y talento técnico que como lastre creativo. Si
he reparado en ello es, creo, gracias a mi última predilección por Milan
Kundera, cuyas novelas me contagian una suerte de liberación, formal e
intelectual, que no me atrevo a desentrañar aquí y que de algún modo me tienta. Comprendo que ha llegado
la hora de alejarme, de marcar distancias con aquel lector enfermizamente
recurrente que fui o he sido, de desembarazarme del corsé de los modelos que tanto
admiré y gocé para poder pisar, no sé si al fin, no sé si con definitiva entrega, la aventura de mi propio barro. Es
necesario devolver a su altar a Rulfo, a Borges, a Muñoz Molina, a Espinosa y a
Saramago (y a tantos otros menos memorables), y que la antigua obsesión que tantas veces los paseó en volandas deje ya de ser esta paradójica
condena.
sábado, 20 de octubre de 2012
LA SUTIL DISTANCIA
Fue una conversación de trasnochada en la terraza del
último verano. Yo procuraba razonar que no, que en cualquier obsequio que se
deslice hacia un individuo que detente algún margen de poder alentará ineludiblemente
la sombra del soborno, y que la voluntad de la ofrenda no puede ser otra que
inclinar a su favor el celo de una determinada autoridad pública; así ocurre
con el tradicional cesto de frutas del tiempo que aún se le reserva al médico de
atención primaria, así también con el desayuno matutino o el café vespertino a
los que siempre estará invitada la ancestral pareja de policía o de la guardia
civil, así el cajón de vinos caros u otras delicatessen que seguirá almacenando en su
despacho el concejalillo de esto o de lo otro.
Lo que pasa es que no sabes distinguir la sutil distancia entre lo que se entiende por soborno y lo que se llama regalo, aducían ellos, todos funcionarios como yo. Y añadían la sutileza de que el acto de obsequiar se ejerce sobre la persona, no sobre lo que la persona representa, y que lo que con ello se pretende es mostrarle gratitud por una acción ya consumada; mientras que el soborno nace deslegitimado, no solo por la categoría delictiva en que se reconoce, sino porque incluso en su desarrollo más ingenuo se anticipa a la arbitrariedad del trato favorable.
A mí, y a mi insignificante margen de poder como profesor de secundaria, me costaría mucho aceptar la prebenda -se entienda esta como obsequio o como quiera que se entienda- de unos padres o de un alumno individualizados, porque sé que en ese instante estaré poniendo un precio emotivo a mi honradez profesional y a mi humilde sentido de la justicia.
Lo que pasa es que no sabes distinguir la sutil distancia entre lo que se entiende por soborno y lo que se llama regalo, aducían ellos, todos funcionarios como yo. Y añadían la sutileza de que el acto de obsequiar se ejerce sobre la persona, no sobre lo que la persona representa, y que lo que con ello se pretende es mostrarle gratitud por una acción ya consumada; mientras que el soborno nace deslegitimado, no solo por la categoría delictiva en que se reconoce, sino porque incluso en su desarrollo más ingenuo se anticipa a la arbitrariedad del trato favorable.
A mí, y a mi insignificante margen de poder como profesor de secundaria, me costaría mucho aceptar la prebenda -se entienda esta como obsequio o como quiera que se entienda- de unos padres o de un alumno individualizados, porque sé que en ese instante estaré poniendo un precio emotivo a mi honradez profesional y a mi humilde sentido de la justicia.
miércoles, 17 de octubre de 2012
TEORÍA DEL FÁTUM RELATIVO
El niño percibe la desgracia desde una posición de presente,
sin sobredimensionarla más allá de su instante o de los instantes sucesivos que
la siguen, sin internarse aún en el laberinto del mañana. El adulto, en cambio,
eleva rápidamente los reveses de la vida al rango de fatalidad, asentándose en
un punto del tiempo que se expande en todas direcciones como un explosivo, sea
para tratar de corregir el pasado a través de sus augurios, sea para someterse
a un futuro que ya es sinónimo de destino aciago, de condena ineludible.
jueves, 11 de octubre de 2012
HAMLET
Si pensamos en ellos como mitos -me refiero a Ulises, a Don Quijote, a Fausto, a Don Juan...- es porque, en el transcurso de una sola vida, a la mayoría de nosotros nos es dada la oportunidad o sentimos la tentación, una vez al menos, de encarnarlos, de ver o hacer lo que vieron o hicieron, de ser los protagonistas fatales de su experiencia universal. Yo mismo soñé con la aventura de aquel Ulises, yo mismo fui Don Quijote entregándome al sueño imposible, yo mismo he tenido a menudo la tentación de un Fausto que vendía su alma a cualquier diablo; pero, sobre todo, durante un tiempo cayó sobre mi conciencia la tortura incalculable de aquel Hamlet paralizado por la indecisión. Y comprendí ya para siempre que, en los asuntos importantes, también la duda decide.
jueves, 4 de octubre de 2012
UNA FECHA Y UNA RELECTURA
La mañana del 4 de octubre, Gregorio Olías se levantó más temprano de lo habitual, y todo para que sus sueños aplazados y la caricia secreta del lector discurriesen sobre la superficie venturosa de medio millar de páginas atravesadas de renglones donde fructifican las palabras, una tras otra. Hoy yo me he levantado a la hora de todos los días con la prudente expectativa de un jueves cualquiera, cuando un inesperado resorte de la memoria me ha confirmado la coincidencia de fecha con aquel arranque de novela que se afianzó -la novela, no su arranque, que carece de alardes formales y de otros efectismos de captación- como sorpresa editorial española a principios del noventa: Juegos de la edad tardía. La leí con la morosidad de entonces, apurando cada sorbo, sin esas prisas propias del devorador de libros que nunca he sido, tasando el tesón necesario para ir construyendo un universo así desde la soledad y la incertidumbre del escritor novel; y constato que la emoción crítica que entonces me forjé y que algunas veces he convertido en materia reservada de tertulia continúa en mí intacta, imbuida de unas luces y de unas sombras sobre las que, sin embargo, prevalece una doble ración de gratitud por regalarme esa fábula que nadie resumió mejor que su autor: es la historia de dos Sanchos que conspiran para inventar un Quijote. Yo no sé imaginar a cuántos lectores de hoy se les ocurrirá revisitar las estanterías de aquel tiempo para saborear un buen manojo de libros que, como este, ya no están en boca de la actualidad más rabiosa, pero que forman parte indispensable de la memoria literaria de una o dos generaciones de lectores. Así que no solo me atrevo a recomendarlo con la inestimable excusa de la fecha, sino que voy a deslizarme de nuevo por sus párrafos para forjarme, veintidós años después, esa saludable segunda opinión que tanto bien hace a la Literatura.
martes, 2 de octubre de 2012
INEXORABLE
El futuro no es más que presente diferido; su reino se cifra
en la paciencia de quien decide ir a su encuentro o en la resignación de quien
simplemente se sienta a esperarlo, y en ambos casos se le revela sin fuegos de
artificio, porque se le viene prometiendo desde que el tiempo es tiempo. Todo cuanto será, ya es, ya fue, verdad desnuda que advirtieron los
antiguos, obviedad que esgrimimos los modernos para, tal vez, sentirnos aún
parte de esta luz esencial que nos devora.
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