miércoles, 15 de febrero de 2017

Mientras reviso los folios escritos a mano -se trata del capítulo de las autobiografías que versa sobre los maestros y profesores que han pasado por sus vidas de catorce años-, conforme corrijo errores muy obvios y deslizo anotaciones al margen, se apodera lentamente de mí una sensación paradójica que circula entre el ansia y el miedo.
Por una parte, con algunos alumnos más que con otros, me decepciona que no me citen siquiera, que no se refieran a mi labor o a mi persona en términos de velada admiración o estima, que no se muestren como fieles discípulos; tal vez los intimide saber que lo voy a leer yo, o será tal vez -lo más probable, qué le vamos a hacer- que yo no he sido ni puedo aspirar a ser tan importante para ellos, o no tanto, en comparación con otros colegas a los que se nota que idolatran.
De pronto me sorprende un muchacho que sí (o dos, o tres), una muchacha que se acuerda de quien va a leer sus rememoraciones y pone su nombre y su apellido, que habla de la materia que imparte y de cómo la imparte, que trenza algún renglón de indulgencia o gratitud mesurada. Pero lo que al principio es halago no tarda en convertirse en especie fraudulenta, casi en tormento: hubiera preferido que no cayera en la facilidad de mencionarme, como si la sola mención fuese una trampa que hubiera urdido yo mismo para satisfacer mi complacencia. Una trampa en la que hemos caído los dos.

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