Juan Ballester posee esa inquietud
innata y expansiva, apasionada y absorbente, que a cierta edad se torna esquiva
y que, por lo mismo, es ya casi una rareza digna de aplauso. Aparte de su entrega profesional a
la policía científica y a la docencia de la criminología, aparte de haber
cultivado el trato cercano de artistas cabales y discretos como Tomás Segovia (el
poeta) o Ramón Gaya (el pintor), este Juan al que tengo por amigo ha empeñado buena parte de su vida
en capturar imágenes a través del objetivo de su cámara. Rincones urbanos que
el ojo no ve, encuadres curiosos e insólitos, paisajes que evocan otros
paisajes, rostros que dicen más allá de sí mismos, retratos del alma. Las fotos
de Juan emergen de una lucha interior, de una agonía reflexiva sobre el propio
arte de fotografiar, y acaso sin que él lo sepa se erigen en sutiles fragmentos que intuitivamente recauda de su
todo irreductible -algo así debe ser lo que define el arte verdadero-, en sucesivas secuencias de ese instante prolongado que somos.
¿Cuánto quedará?, se preguntaba hoy
en su blog. Ahora no sé si quería referirse a la perdurabilidad de las personas y de las
cosas o, tal vez, al margen de tiempo que nos resta para completar nuestro viaje. Pero a la inercia de esa interrogante que posa bajo la quietud de su instantánea diaria se me ocurre responderle que, cuanto quede, Juan, eso es todo lo que
queda, nada más y nada menos, todo, y que lo mismo da que sea cuantificable en
uno, en cinco, en diez o en veinte, pues apenas son números que miden y magnifican
el desasosiego de sabernos mortales y finitos, y que lo que importa es administrar este regalo
-el aire que respiramos, el sol que nos ilumina, el abrazo que damos y nos
dan- con un gesto de gratitud, colmándolo de nuestra vida. Tal, y no otro, ha de ser nuestro destino venturoso; o así lo entiendo en esta hora de domingo.
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