domingo, 15 de junio de 2014

RECAUDADOR DE INSTANTES

¿Cuánto quedará?, se pregunta hoy en su blog, con la carga retórica de los signos que acotan las palabras, el existencialismo acentuado de mi amigo Juan. Y, casi por alusiones, yo me dejo llevar en volandas hacia una respuesta sorprendentemente vitalista, al menos para ser domingo y para ser esta hora de la mañana (digamos que hace tiempo que mis despertares suelen ver la botella medio vacía, y que conforme avanza la jornada se me va contagiando el alma de luz y que algunas tardes acabo viendo la misma botella medio llena).
Juan Ballester posee esa inquietud innata y expansiva, apasionada y absorbente, que a cierta edad se torna esquiva y que, por lo mismo, es ya casi una rareza digna de aplauso. Aparte de su entrega profesional a la policía científica y a la docencia de la criminología, aparte de haber cultivado el trato cercano de artistas cabales y discretos como Tomás Segovia (el poeta) o Ramón Gaya (el pintor), este Juan al que tengo por amigo ha empeñado buena parte de su vida en capturar imágenes a través del objetivo de su cámara. Rincones urbanos que el ojo no ve, encuadres curiosos e insólitos, paisajes que evocan otros paisajes, rostros que dicen más allá de sí mismos, retratos del alma. Las fotos de Juan emergen de una lucha interior, de una agonía reflexiva sobre el propio arte de fotografiar, y acaso sin que él lo sepa se erigen en sutiles fragmentos que intuitivamente recauda de su todo irreductible -algo así debe ser lo que define el arte verdadero-, en sucesivas secuencias de ese instante prolongado que somos.
¿Cuánto quedará?, se preguntaba hoy en su blog. Ahora no sé si quería referirse a la perdurabilidad de las personas y de las cosas o, tal vez, al margen de tiempo que nos resta para completar nuestro viaje. Pero a la inercia de esa interrogante que posa bajo la quietud de su instantánea diaria se me ocurre responderle que, cuanto quede, Juan, eso es todo lo que queda, nada más y nada menos, todo, y que lo mismo da que sea cuantificable en uno, en cinco, en diez o en veinte, pues apenas son números que miden y magnifican el desasosiego de sabernos mortales y finitos, y que lo que importa es administrar este regalo -el aire que respiramos, el sol que nos ilumina, el abrazo que damos y nos dan- con un gesto de gratitud, colmándolo de nuestra vida. Tal, y no otro, ha de ser nuestro destino venturoso; o así lo entiendo en esta hora de domingo.

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