A mí siempre me ha interesado la secreta mecánica de las
adhesiones. Desde que vi los primeros partidos de fútbol o acudí al primer
mitin por el cambio del 82, me intriga sobre todo la presunción vana que hace
nido en los himnos, en los escudos y banderas, el orgullo gratuito que la nutre,
el cerrilismo excluyente en que a menudo se desboca. Me inquieta esa especie de
contagio colectivo cuyas razones ya vienen dadas, por la vía de peregrinas
heredades, y tan solo se justifican según dictan atavismos ancestrales y honorables querencias
que germinan en la identidad de la tribu. Cruzo los dedos ante las
manifestaciones nacionalistas, regionalistas o localistas, de la estirpe que sean; descreo de los credos ultramundanos
que humillan a conciencia la naturaleza del hombre y la mujer; me abochornan esas efusiones
y delirios presuntamente deportivos que de tarde en tarde toman las fuentes públicas de ciudades
muy modernas.
Peor aún cuando algunas eminencias orgullosas pretenden hacernos partícipes,
embaucarnos en la red exclusiva de su orgullo, gestionar lo que también a nosotros ha de
conmovernos como a ellos. Y quieren convencernos, aunque no hayan leído a Blas de Otero, de que debemos estar muy
orgullosos con nuestro orgullo. Y nos miran con una mueca de decepción o
de velada sospecha. Y acaban desdeñándonos como a bichos raros que no saben estar a la altura ridícula
de sus pasiones o de su documento nacional de identidad.
1 comentario:
Todo eso te pasa por ser del Barça y no del Real Madrid. Ainssss, como dicen ahora los alumnos...
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