A montar aprendí tarde, a eso de los doce o trece años, aquel
verano que se me ocurrió rescatar de su herrumbre la que mi tío abandonara
en el corral, bajo el caserón de mi abuelo. Era una bici antigua, de cuadro grande,
y con la inolvidable particularidad de que sus pedales rodaban fijos, de modo
que en los descensos tenía que separar las piernas para que ellos siguieran a lo
suyo. Tampoco tenía frenos, no al principio, así que las urgencias se
solventaban colocando la suela entre el tubo de metal y la cubierta trasera. Le cambié
el manillar por otro que encontré entre los escombros de la Casa Rota, uno de
aquellos manillares que semejaba unos cuernos del revés y que encogía mi cuerpo hasta lograr una
postura de auténtico velocista. Cualquier tarde la pinté de verde, con un
novedoso spray, y poco a poco me convertí en mecánico: a veces,
tres o cuatro al día, el pedal se desajustaba del plato y yo tenía que
desmontarlo entero para volver a colocar las minúsculas bolitas que constituían
su engranaje íntimo. ¡Cuántos kilómetros de gozo pude recorrer sobre su lomo!
Tiempo después, con el dinero que ingresé en un concurso literario, tuve
la liberalidad de regalarme una bicicleta totalmente nueva, de marca, dotada de
siete velocidades; lleva lustros languideciendo de polvo en la casa de mis
padres, allá en el pueblo. Casi por las mismas fechas, hacia el año 93,
compartí piso con un muchacho tedesco que había venido a Murcia a completar
estudios. Su nombre, Ulrich. Era alto y feo y de bondad incomparable. Lo
primero que hizo fue agenciarse una bici para acudir a sus
clases de filosofía, en el campus de Espinardo. Cuando acabó el curso me la ofreció al justo precio de
cinco mil pesetas, pues no podía cargar con ella hasta Alemania. Ocasionalmente la he
usado para desplazamientos cortos, por la ciudad, pero hace una larga temporada que no la toco. El lunes, en uno de sus arranques, Federico decidió rehabilitarla y la
sacó del trastero.