Últimamente las gallinas han empezado a comerse sus
propios huevos, y mi padre ha ingeniado para evitarlo una plataforma con
desnivel y una especie de fosa blanda, separada por los flecos flexibles de un
viejo toldo, adonde ruedan tras ponerlos. Antes hemos estado viendo las minúsculas
macetas con el centenar de matas de tomate ya altas, listas para replantarlas,
y luego las del pimiento y las de la cereza, y más allá unas pocas de calabaza.
Todas son humedecidas a diario con un disparador que alguna vez contuvo lavavajillas,
todas están recubiertas con unas celosías de quita y pon para que no las piquen
los pájaros.
Me alejo un poco por el huerto, pensativo, pisando la aridez de la
tierra y sintiendo en el rostro la crudeza del sol del sestero. En el patio, mi
hijo repasa de memoria las capitales de los países africanos, de Argelia a Sudáfrica. Desde la distancia, oigo decir a mi padre: tú ya sabes más que yo. Y la sensatez de sus trece
años le replica con aplomo: de algunas cosas sí, abuelo, pero de otras tú sabes mucho más.
Ha sido en ese instante cuando notaba que mi orgullo se escindía en dos
mitades idénticas.
domingo, 4 de mayo de 2014
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