Fue, si no me engaño, hacia el mes
de junio de 1989 cuando acudí por vez primera a la llamada de una musa
inusitada y ambiciosa, y mi mucha vocación de aquel entonces y mis limitados talentos
de casi siempre se volcaron con avaricia primigenia en los folios blancos de un
proyecto de novela -Lo que pesa un muerto
iba a titularse-, novela que afortunadamente sigue inédita, como la segunda y la tercera.
Pero el asombro de irla forjando, de verla crecer entre mis manos, de sentir
el latido de las palabras y la respiración de los espacios derramándose en cada
página, colma aún el significado íntimo de lo que, cada día con mayores cautelas, hemos dado en llamar felicidad.
No me voy a prometer nada; solo sé
decirme que desde hace semanas o meses arrastro conmigo una fe caprichosa, una
inquietud de proporciones novelescas, un ansia casi suicida de lanzarme de
nuevo a ese abismo del que cada vez va resultando más difícil regresar.
Mientras cuaja o no, como lectura de
verano me he decidido por la vastedad y la certeza de Fortunata y Jacinta. (Qué alegría, a mis años, haberme reservado un clásico de tantos quilates literarios).
No hay comentarios:
Publicar un comentario