jueves, 4 de abril de 2013

LAS MANOS MANCHADAS

La vida, su transcurso, me radicaliza inexorablemente, pese a aquel sentir antiguo de que con el paso de los años me acabaría convirtiendo en un ser más discreto, más tolerante y más flexible para con la estupidez humana. Al contrario, noto a menudo que muchos de los asuntos y las actitudes sobre los que antes me manifestaba a prudente distancia, buscando casi siempre relativizarlos y aprehenderlos y al fin discernirlos con una infatigable vocación mediadora, se han ido enquistando muy dentro de mí y adoptando poco a poco la forma rigurosa de los principios elementales, axiomáticos, esos que a cierta edad ya no se sabe ni se quiere negociar a ningún precio.
Cada día advierto con más énfasis y vehemencia, ante el noticiario de la tele o en las tertulias familiares de sobremesa o simplemente espiando las conversaciones de calle, la seguridad inifinita de mis convicciones cuando son esgrimidas a favor de un modelo social que defiende determinados valores irrenunciables frente a otros, sus opuestos, que juzgo inasumibles (dígase, por ejemplo, el debate actual entre lo público y lo privado, o entre el Estado laico y el Estado religioso), lo que se termina contagiando de un discurso maniqueo que, muy a pesar de mi profunda voluntad dialéctica, chapotea en el dudoso fango de las premisas ideológicas más primarias.
Pero es al toparme con la Iglesia cuando las vísceras se me remueven en su bolsa entrañable, y me sonroja las mejillas del alma tener que admitir ahora que, sin ser consciente o siéndolo solo a medias, fui colaborador necesario de su pompa, y que contribuí desde la generosa excusa que autorizan las tradiciones a la gran farsa que la sostiene en este mundo bajo el palio dorado de sus ceremoniales y sus ritos, de sus documentados fanatismos y de sus históricos desmanes. Fui cómplice, sí, porque toleré la inocencia del espíritu religioso sin comprender aún que la magnífica estructura de la fe que dictan en Roma tiene sus infalibles manos manchadas de todos los horrores descritos y de los que están por describirse, sin comprender aún que la perversión de su poder sobre la vastedad de la Tierra nunca ha sido inocente y que nunca lo será, porque no sabe serlo.  

2 comentarios:

Juan Ballester dijo...

Pero al mismo tiempo también fuiste cómplice de sus aportaciones sociales, de su ayuda humana, de sus consejos acertados, de su labor con los desamparados y los humildes..., que de todo hay en la viña del Señor. En el fondo el problema no es la Iglesia, Pedro, el problema es Dios.

Anónimo dijo...

"...el hombre que desprecia la paloma debía hablar,
debía gritar desnudo entre las columnas,
y ponerse una inyección para adquirir la lepra
y llorar un llanto tan terrible
que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.
Pero el hombre vestido de blanco
ignora el misterio de la espiga,
ignora el gemido de la parturienta,
ignora que Cristo puede dar agua todavía,
ignora que la moneda quema el beso de prodigio
y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán."

La inteligencia, Pedro, tarde o temprano, siempre, acaba gritando a Roma, aunque luego la maten de un disparo y acabe en una fosa del olvido.

M.A.O