La vida, su transcurso, me radicaliza inexorablemente, pese
a aquel sentir antiguo de que con el paso de los años me acabaría convirtiendo en
un ser más discreto, más tolerante y más flexible para con la estupidez humana. Al contrario, noto a menudo que muchos de los asuntos y las
actitudes sobre los que antes me manifestaba a prudente distancia, buscando
casi siempre relativizarlos y aprehenderlos y al fin discernirlos con una
infatigable vocación mediadora, se han ido enquistando muy dentro de mí y
adoptando poco a poco la forma rigurosa de los principios elementales, axiomáticos, esos que a cierta edad ya no se sabe ni se quiere negociar a
ningún precio.
Cada día advierto con más énfasis y vehemencia, ante
el noticiario de la tele o en las tertulias familiares de sobremesa o
simplemente espiando las conversaciones de calle, la seguridad inifinita de mis
convicciones cuando son esgrimidas a favor de un modelo social que defiende
determinados valores irrenunciables frente a otros, sus opuestos, que juzgo
inasumibles (dígase, por ejemplo, el debate actual entre lo público y lo privado, o entre el Estado laico y el Estado religioso), lo
que se termina contagiando de un discurso maniqueo que, muy a pesar de mi profunda voluntad dialéctica, chapotea
en el dudoso fango de las premisas ideológicas más primarias.
Pero es al toparme con la Iglesia cuando las vísceras se me
remueven en su bolsa entrañable, y me sonroja las mejillas del alma tener que
admitir ahora que, sin ser consciente o siéndolo solo a medias, fui colaborador
necesario de su pompa, y que contribuí desde la generosa excusa que autorizan
las tradiciones a la gran farsa que la sostiene en este mundo bajo el palio
dorado de sus ceremoniales y sus ritos, de sus documentados fanatismos y de sus
históricos desmanes. Fui cómplice, sí, porque toleré la inocencia del espíritu
religioso sin comprender aún que la magnífica estructura de la fe que dictan
en Roma tiene sus infalibles manos manchadas de todos los horrores descritos y de los que están por describirse, sin comprender aún que la
perversión de su poder sobre la vastedad de la Tierra nunca ha sido inocente y que nunca lo será,
porque no sabe serlo.
jueves, 4 de abril de 2013
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2 comentarios:
Pero al mismo tiempo también fuiste cómplice de sus aportaciones sociales, de su ayuda humana, de sus consejos acertados, de su labor con los desamparados y los humildes..., que de todo hay en la viña del Señor. En el fondo el problema no es la Iglesia, Pedro, el problema es Dios.
"...el hombre que desprecia la paloma debía hablar,
debía gritar desnudo entre las columnas,
y ponerse una inyección para adquirir la lepra
y llorar un llanto tan terrible
que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.
Pero el hombre vestido de blanco
ignora el misterio de la espiga,
ignora el gemido de la parturienta,
ignora que Cristo puede dar agua todavía,
ignora que la moneda quema el beso de prodigio
y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán."
La inteligencia, Pedro, tarde o temprano, siempre, acaba gritando a Roma, aunque luego la maten de un disparo y acabe en una fosa del olvido.
M.A.O
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