(EXTRACTO DEL DISCURSILLO QUE LEERÉ ESTA NOCHE)
He venido a presentar al público algo que a mí nunca dejará de sorprenderme: una cosa rectangular, de hechuras delicadas y de un peso tan leve que puede sostenerse sin esfuerzo en la palma de la mano, un artefacto confeccionado con finas hojas (cada una dos páginas) en cuyo interior se suceden ristras paralelas de signos en su tinta (que llamamos renglones) y provisto de una bonita cubierta, suave al tacto, que se dobla por el lomo para que destaque una portada en la que se postula un nombre y un título y en la que excepcionalmente se admite el generoso soporte de un subtítulo.
Pero el hecho en sí de presentar un
libro, esto es, de anunciar un volumen que se construye a base de papel y de
combinaciones de letras y de un porcentaje incalculable de fantasía, empieza a
ser un empeño del pasado en estos tiempos de novedades informáticas y de
ingenios digitales, un curioso anacronismo cuyo vaticinio sabrá reconciliarse
con el futuro inevitable a la vuelta de muy pocos años, tal vez menos años de
los que la antigua legión de los lectores más románticos nos atreveríamos a
sospechar.
Seguirán escribiéndose historias
porque no faltarán talentos con imaginación para escribirlas, y seguiremos leyéndolas
porque las necesitamos para saber y sentir nuestra naturaleza humana; pero el
libro, tal como lo hemos conocido hasta hoy, desaparecerá irremediablemente, y
poco a poco lo iremos remplazando por otros formatos acaso más prácticos, y
entre las evocaciones de los más nostálgicos y las rarezas de los nuevos coleccionistas,
al fin lo terminaremos relegando en nuestra memoria y triunfará como reliquia
en los desvanes del olvido.
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