Los paseos y las plazas del centro, su
bullicio vespertino de un sábado de mediados de marzo, me engullen irremediablemente. Apetece el tránsito así,
ocioso, demorado, sin meta, dejando que el pensamiento oscile al albur de lo
que los ojos ven, de lo que escuchan los oídos, de lo que el olfato atisba, de
lo que el cuerpo quiere. La marea de gentes de cualquier edad me rebasa por ambos
lados o, viniendo de frente, hace un ligero amago para no tropezarse conmigo.
Sin apercibirme de mi avance, ya estoy en Alfonso X, detenido
ante el hechizo de un expositor de libros de viejo, justo al principio de una
hilera de puestos donde conviven o conmueren en eterna promiscuidad bellos
ejemplares de Homero, de Dante o de Shakespeare con lomos más humildes, casi ridículos,
de autores contemporáneos, muchos de ellos paisanos y coetáneos y tan vivos o tan muertos
como lo pueda estar yo mismo.
(Entre paréntesis, en un tono más bajo, recuerdo que hace más de veinte años, en una de estas ferias alentadas por los regidores municipales, descubrí una primera edición, en cubierta dura, de la Escuela de Mandarines de Miguel
Espinosa; temblando de emoción, alcancé la reliquia, la manoseé como un devoto,
indagué su precio y luego lo regateé amparándome en mi
condición de estudiante pobre: el librero me pidió 700 pesetas y tras mucho
pensármelo admitió bajar a 500, pero yo sé que le hubiera pagado las 2000 pesetas que tenía en mi bolsillo para
pasar la semana).
De pronto, ineludible, en su verde de siempre, se postula un libro mío escrito en la atrocidad de la adolescencia -El otoño de los tristes-, y al
advertirlo ahí me embarga una paradójica sensación que en este caso, lo juro, no guarda parentesco con la vanidad. Lo extraigo de su nicho de
papel, lo acaricio, lo hojeo y, como un tumor infecto, en su página inicial me
sorprende la evidencia de mi firma junto a la fecha de un día cualquiera de 1995 y mi propia
caligrafía con la cuidada dedicatoria de tres o más renglones a nombre de un conocido de entonces que
sigue siendo conocido en los ambientes literarios de la provincia, porque aún colea y acaso pasea su vejez por estas mismas baldosas. Mi alma se ruboriza,
escruto a mi alrededor a otros ojeadores de libros que posan su mirada en el mostrador, deslizo el ejemplar con disimulo, lo camuflo entre hermanos suyos tan autografiados como él y huyo hacia ninguna parte, imperioso, como si acabara de ser víctima de una sutilísima traición que aún no registra acepción en los diccionarios de uso.
domingo, 17 de marzo de 2013
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
4 comentarios:
Conozco algún caso, clamoroso. Eso os pasa por dedicar libros a alguien en concreto. Yo solo los dedicaría al lector, así te salvas de la quema y además lo dedicas eternamente.
Tienes toda la razón, Juan. Pero a menudo buscamos (queremos) la complacencia del lector, y entonces ponemos su nombre y escribimos complicidades que, pasado el tiempo, es verdad, pueden tornarse muy incómodas. Tengo un amigo que solo escribe "con afecto" para no complicarse la vida. En fin...
Salud!
Y siempre puedes pensar que no esta hecha la miel de las palabras para la boca hipócrita del asno.
Completamente de acuerdo con el anónimo de arriba. ¡Cuánto hipócrita suelto que aparenta tener una inteligencia que nunca olfateó! En fin, la historia del mundo...
Publicar un comentario