Con exactitud de calendario, hace solo un par de horas que
cumplí veinte años desde la primera vez que pisé Turín. Fue aquel un viaje por
carretera, en autobús de línea regular, que duró veinticinco horas y que me mantuvo
en la ciudad alrededor de dos meses, al amparo de la mejor excusa que en aquel
tiempo hubiera podido permitirme: una modestísima ayuda del programa europeo Erasmus.
Volví en 2004, en un vuelo con escala en Barcelona, ansioso por redescubrir los
espacios huidizos de una fascinación iniciática que -tales eran mis
pretensiones- iba a cristalizar muy pronto en una novela que reflejaría
mis tímidas andanzas de ambientación estudiantil y que no eludiría el gravitar
entreverado de dos ilustres suicidas, Pavese y Primo Levi, a rebufo de un
tercero que en las postrimerías de 1888 extravió allí su cordura: Friedrich
Nietzsche.
El domingo 30 de diciembre último he retornado a Turín, esta
vez entrando por la emblemática estación de Porta Nuova, tras aterrizar a media
mañana en Bérgamo. Han sido cinco o seis jornadas de frío alpino, cómo no, y de
un trasiego obsesivo bajo los soportales de calles y plazas en las que ya no se
atisbaban, como antaño, los escenarios de mi futura ficción, sino que eran para
mí, ahora, plazas y calles de tinta y de papel, plazas y calles que se me
anunciaban a través de los párrafos y las secuencias que he ido perfilando
afanosamente durante quince o dieciséis años. De manera que comimos en el
Platti, favorito de Pavese, emulando de nuevo su camino desesperado hasta las
inmediaciones del albergo Roma; muy cerca de allí, fotografié la puerta y la
fachada del edificio donde nació y vivió y saltó por la escalera Primo Levi;
nos tomamos el aperitivo vespertino en el café Elena, en la magnífica piazza
Vittorio, justo junto a la ventana donde imaginé, en mi anterior visita de
2004, la conversación imposible entre dos personajes que ignoraban ser los
fantasmas respectivos de Nietzsche y de Pavese; de madrugada, en la barra del
mismo Flora donde me pusieron tantos cappuccinos, degustamos la primera cerveza de este año; tomamos el bicerin del Fiorio,
atrapamos la puesta de sol desde el puente de piedra sobre el Po, adquirimos
libros, muchos libros, y retamos todas las supersticiones de esta ciudad
supersticiosa subiendo a la Mole de Antonelli o pisando el adoquín del torito
en la piazza San Carlo. El día 3, al atravesar el Castello, me ha parecido que
un hombre no más joven que yo, con los inconfundibles bigotes largos y el atuendo de
otro siglo, profería blasfemias de loco y decía ser el Anticristo mientras abrazaba un caballo de tiro cuyo amo
venía maltratando con la punta del látigo.
Turín, Torino: ciudad que me despide susurrándome que
vuelva.
sábado, 26 de enero de 2013
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