miércoles, 7 de mayo de 2008

IMITATIO VS. PLAGIO

Tuve un profesor que, en la medianía del lustro universitario, dedicó más de una clase a defender con insólita vehemencia la legitimidad de la imitación de modelos, tal como habían entendido los clásicos y como sin ningún sonrojo practicaron todos nuestros áureos, Garcilaso el primero. Naturalmente, cuidose mucho de acotar los principios ético-estéticos que regían ese sano ejercicio, no se lo fuéramos a confundir con el moderno hábito del plagio -"plagiarius", en latín, ladrón de esclavos-, mezquindad que alcanzará apariencia de delito ya en el XIX, cuando el arte se hace carne en la individualidad, esto es, cuando el hombre artista se postula como arte en sí mismo, divina emanación cuya obra fluye por la gracia de su genio.
Ahora me doy cuenta de que, pese a que mi conciencia romántica nunca aprendió el límite exacto entre plagio e imitación -de ahí mis nobles prejuicios, mis tormentos morales-, no me faltan habilidades para interceptar y repetir el molde en que un determinado autor hace suyo un tono y un estilo, un universo literario que lo singulariza ante las generaciones de lectores. Lo constato y lo expreso sin vanagloria, no me asiste -o eso creo- desliz de presunción ni otra suerte de recelo confesional; es apenas una ocurrencia que se me brindó el verano pasado mientras leía, con entusiasmo contenido, un volumen de Carver, Raymond Carver. Noté que algo muy similar ya me sucedió con El llano en llamas de Rulfo, allá en mis iniciales escarceos narrativos, e incluso que fui tentado por el peligrosísimo Borges, pues a nadie escapa que su tópica y su sello resultan tan indisociables del personaje que Borges edificó sobre sí mismo que todo coqueteo borgesiano, por diluido que se muestre, acaba siendo evidencia imperdonable. Ya me tomaré otro rato para examinar el influjo enamoradizo que tuvo sobre la mía la prosa de Muñoz Molina, cuyo ímpetu noble y limpio me subyugó durante varias entregas, y a quien luego, con el mismo amor y acaso con no menos lealtad, no le supe perdonar ulteriores concesiones a los horrores de la facilidad. Vuelve a mis manos la selección de Carver, y al releerla -con respeto, mas sin mayores entusiasmos- siento muy cerca aquella intuición no anotada el verano pasado, y mi soberbia de escritor sin nombre ni bandera se sabe capaz de ensartar esta tarde, tanto o más que entonces, una docena de historias de matrimonios desquiciados y de borrachos que deambulan impunes por la cuerda floja de la tragedia cotidiana. Y sé que no traicionarían la dignidad del modelo -o eso creo, salvando la inmodestia.

2 comentarios:

Gustavo Romera Marcos dijo...

Uno de mis profesores de la universidad, a propósito de este tema, daba una cita de Benedetto Croce: "El plagio sólo está permitido si va seguido del asesinato".
Pues eso.

Pedro López Martínez dijo...

Genial la cita de Croce. Yo me atrevería a añadir una continuación: "De lo contrario, el plagio es un suicidio". De ahí la peligrosidad de estilos tan definidos como el de Borges y otros muchos, o el caso de García Márquez (de quien se ha llegado a decir que se parece "demasiado" a sí mismo).