domingo, 4 de mayo de 2008

EL HOMBRE DEL BALCÓN SIN FLORES

El hombre debió de mudarse con el cambio de estación, porque fue en la época en que preparaba en mi cuarto los exámenes del trimestre cuando tuve la certeza física de una presencia extraña, acechante, que me restaba concentración y me obligaba a leer varias veces los mismos párrafos. Pero el presentimiento se hizo carne al tercer día: mis párpados cansados se alzaron sin aviso, huyendo del garabato de apuntes y del subrayado fosforito, y lo vi ahí sosteniendo su mirada tibia, tan cerca, acodado en la baranda del balcón sin flores al que no le había conocido huésped desde que nos trasladamos aquí hace siete inviernos, justo el año en que me vistieron para la Primera Comunión. El hombre y su mirada naufragaban en el rectángulo de mi ventana y se posaban en mis cosas con naturalidad, como si él no tuviera consciencia de su osadía, como si no supiese que mirándome así, sin atisbo de pudor ni estrategia de disimulo, estaba hiriendo la frontera de mi intimidad y poniendo en jaque mi concentración a prueba de intrusos. Admito que no tuve ganas de hacerle un gesto obsceno ni valor para bajar la persiana, así que seguí mi batalla sin igual con los números irracionales, hasta que mami me llamó para la cena y apagué el foco del flexo y luego la luz alta de la lámpara. Los días siguientes me senté a estudiar a la hora de costumbre queriendo aparentar normalidad, pero no me podía quitar de la cabeza la borrosa imagen de aquel hombre sin rasgos definidos que tal vez ya me escrutaba, conocedor de mis hábitos, desde su palco de privilegio. Yo no quería mirarlo a él para cerciorarme del acecho, porque estaba segura de que en el encuentro de los ojos estaría cifrado el mensaje de mi secreta e inconfesable complacencia. Sin pensarlo dos veces me deshago el moño con delectación y me echo atrás en el respaldo de la silla, como una lolita que sabe cómo administrar el desafío de cualquier hombre que habite su balcón sin flores. Lo demás es teatro: desabrocho los botones de la camisa que siempre le cojo a mi padre, me sobo una teta y luego la otra, suspiro, me las manoseo alternativamente hasta que crece en las yemas la erección de los pezones; me levanto con fingida pereza y me quedo al borde del alféizar, posando para él, luciendo unas braguitas que se me pliegan como el biquini, y ya la palma de mi mano se desliza por los rizos y acaricia la rajita blanda, y sé y me digo que me voy a masturbar para él... Ya está: el profe pidió para el lunes una descripción del paisaje que observo desde mi ventana. Apago el flexo, y el enigmático hombre del balcón sin flores se incrusta como un caracol en la oscuridad de su noche.

2 comentarios:

Sebastián Mondéjar dijo...

Esa “mirada tibia” del náufrago recorriendo su isla con tanta naturalidad vaticina la “secreta e inconfesable complacencia” de la adolescente. ¡Ay, la adolescencia! Yo guardo, felizmente, en el recuerdo ventanas en las que anidaron mis miradas y balcones desde los que echaban a volar. Pero no sabría ponerme en el lugar de una chica. Por cierto, ¿te has encontrado algún lunes como profesor con una descripción paisajística de este calibre?

Pedro López Martínez dijo...

No, ninguna redacción de lunes se ha atrevido a tanto (aunque, no creas, a veces los adolescentes se confían al profesor de una forma desconcertante). A mí, ahora que lo releo, me sigue dando algo de pena ese hombre simbólico en ese no menos simbólico balcón "sin flores", tal vez las flores de la adolescencia...