viernes, 13 de julio de 2018

Esto no ha hecho más que empezar, apuntó su médico de familia hace un par de meses, cuando vine a consultar sobre posibles ayudas sociales y le detallé el avance de algunos síntomas. Aquella profecía clínica, facultativa, se me quedó grabada con su cortejo sentencioso, y mis silencios la estuvieron rumiando como si quisieran encontrarle un horizonte de bondad, una luz mínima, un símbolo.
Me bastó toda una mañana a solas con ella, ayer, para percatarme definitivamente de su extravío galopante, de los irreversibles desvaríos de la razón, de los estragos dolorosos de la desmemoria y el olvido. No es solo su vieja rencilla conyugal, su recelo posesivo de objetos y dinero, su laberinto de parentescos y de nombres, su ignorancia de la casa en la que vive más de treinta años, las esporádicas inversiones entre vivos y muertos, ese túnel sin retorno. Por primera vez, en unos instantes que suspendieron mi destino y el suyo, en unos minutos que ya vencieron cualquier porvenir, me confundió con su hermano.
Hoy, al levantarse, le he dicho que la encontraba más contenta, y ella, sin dudarlo, ha respondido que si está más contenta es porque estoy yo. No sé a qué yo se refería, pero me basta. Nos hemos abrazado largamente.

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