A menudo me pregunto de dónde nace el humor, qué ley de la
causalidad rige sobre el ánimo de nuestro deambular sucesivo por el mundo, en
qué secreto recodo del cuerpo o del espíritu se registran los signos de la
voluntad cuando no la sentimos como tal voluntad, sino que se nos impone tan
ajena como un dolor de cabeza o como un retortijón en el vientre.
Un día cualquiera, a cierta hora imprevista, a uno lo
sorprende el maravilloso equilibrio de las cosas y de repente se nombra dichoso sin saber por qué, pieza
perfecta en la superficie del puzle, como si la propia vida lo llevara en
volandas y uno no tuviese que hacer ningún esfuerzo para disfrutar de los dones;
o bien, a cierta hora imprevista de un día cualquiera, viudo de razones
objetivas que lo justifiquen, sin que medie un agente externo -la mañana o la
tarde, el lunes o el viernes, una fotografía antigua o reciente, una llamada de teléfono…- al que podamos reclamarle daños, a uno se le ensombrece el rostro y se
forman nubes oscuras a su alrededor y se enreda en la espiral del desánimo.
Qué es lo que nos zarandea sin que acertemos a evitarlo, qué
lo que caprichosamente nos eleva para hundirnos más tarde, qué abandono o qué inquietud se
apodera con tal descaro de nuestro instante, qué resorte invisible nos sitúa
del lado de la exaltación y del entusiasmo y nos condena luego a sestear en la ribera de
la melancolía y a mirarnos en las aguas turbias de la tristeza.
Me lo pregunto a menudo, como un náufrago a merced de las
olas, en mitad del océano.
viernes, 26 de abril de 2013
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3 comentarios:
Sí, me lo he preguntado a veces. Quizá el secreto esté en la dualidad entre realidad y deseo; acaso cuando el deseo toca la realidad nos sintamos felices, pero seremos desdichados, o tristes, o taciturnos, o amorfos cuando lo que nos guíe sea la objetividad de la realidad sin un deseo que la maquille. No sé, pero lo que está claro es que cualquier estado en el que nos encontremos no es más que una mentira más si eres capaz de mirarte desde arriba, o quizá sea la única verdad.
Sé de qué hablas.
Me parece un milagro reconocerme en reflexiones hechas por un extraño. Uno siempre piensa que sus sensaciones son exclusivas, pero no es así. Me he visto reflejada como en un espejo. Me ha encantado leerlo.
Gracias, Anónimo. Ese reconocimiento, esa complicidad que no nombras y en la que te sientes reflejado como en un espejo, es exactamente la misma que uno busca y solo a veces encuentra cuando se sumerge en la reflexión a través de las palabras. Así que, en el fondo, somos menos extraños y más próximos.
Juan, dices que nos sentimos felices cuando el deseo toca la realidad, y tal vez estés en lo cierto, de donde se infiere que domesticando los deseos (como los estoicos) seríamos más felices. Pero lo que a mí me despista es no encontrar una razón objetiva, palpable o acaso orgánica, no ser capaz de aislar, en una situación determinada y en principio neutra, el elemento que desequilibra la balanza para decantarla del lado del ánimo o del desánimo.
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