De pronto uno detiene sus pasos, mira al horizonte desde la terraza de un café y, con esa desgana atribulada de los días de verano, empieza a tirar de una madeja que parece interminable para hacer su estimación particular del rosario de jornadas que ha extraviado en ocupaciones en las que siempre se sintió extraño, compromisos socio-familiares imbuidos de su liturgia de absurda pertenencia, ceremoniales repetidos generación tras generación como una condena sucesiva que el sentir de lo correcto no hubiera sabido esquivar y que finalmente se declararon fatuos, inservibles, pura farsa que tan sólo precisaba de su público a veces jaleador, a veces consternado: hablo de bodas y entierros sobre todo, mas también de visitas pactadas, de fatigosas reuniones, de compadreos sin fin. Pero el que se lleva la palma en mi lamento es todo el tiempo que presté a quienes ahora sé que no han sabido merecerlo, o peor aún, a quienes ya en su día lo recibieron de mí -cuando hablo de mi tiempo hablo también de las horas de trabajo silencioso volcado en tareas ajenas, de la dedicación altruista a esas causas estériles que luego nadie valora ni recuerda como no sea para lamentarlo- con esa sutileza de fingido desaire que tiene su reino en el desprecio. Guardo en la memoria una frase leída recientemente en el bazar de la comunicación, una frase que, si no me engaño, se atribuía a Gabriel García Márquez, lo cual, muerto Jorge Luis Borges, es ya un tópico en el pequeño universo de las atribuciones fundamentadas por los galones del ingenio: decía el colombiano que, después de cumplir los cuarenta, lo más importante que ha aprendido en este mundo es a decir no. No me cabe duda de que es en la armonización alterna, casi siempre intuitiva, de nuestros síes y nuestros noes donde poco a poco comparece ante los otros la persona que somos. |
martes, 14 de julio de 2009
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3 comentarios:
Ante mi insistencia por saber la causa de su mutismo enfurruñado, mi hija me confiesa, agobiada como sólo se puede uno sentir a los nueve años, que si ésta o aquélla le ha dicho que no quiere ser su amiga por haber jugado con otra o no prestarse a hacerlo a lo que ella quería. Chantaje emocional puro y duro, vamos. Y no es la primera vez, de hecho en el cole he sabido de apuros similares al cabo de mucho insistir, averiguar y adivinar. Pobrecilla, ha salido a mí: cómo nos cuesta decir no, por muy justificado que esté, y por muy injustas o inadmisibles que nos parezcan las consecuencias previsibles. Yo trato de aleccionarla, de explicarle que debe resolver esas situaciones con tanta mesura como firmeza. “Dile que si no quiere bañarse, luego pasarás a verla, pero que tú te vas a la piscina”. “Es que se va a enfadar”. “Pues que se enfade; peor para ella”. Sí, pero cualquiera la convence. Es un episodio intrascendente, pero así se forjan estos caracteres que, si no se desembarazan a tiempo del temor desmedido a defender sus propios criterios, son víctimas de la manipulación de tantos otros bien entrenados en disponer a su antojo de sus allegados. Y como estos últimos no han de faltar irremisiblemente, compete a cada uno aprender a decir no lo antes posible, sin esperar a los cuarenta como mi admirado García Márquez; no se trata de desterrar tantos síes generosos o simplemente piadosos, sino de intercalar en esas inevitables negociaciones algún no de vez en cuando que nos afirme y dignifique, que no consienta que el perro del hortelano nos eche a perder lo que sencillamente a él no le viene bien. No, lo siento pero esta vez no. Te pongas como te pongas.
Después de leer tu reflexión me asalta la duda paralizante de si debo invitarte o no a mi entierro.
Pero mejor cambio el humor negro por el cursi: imagina, Pedro, a Hamlet, en vez de con una calavera en la mano, con una margarita: ¿sí?, ¿no?, ¿sí?, ¿no?, ¿sí?, ¿o no? Aunque cuarentón, la verdad es que yo sigo siendo, con más frecuencia de lo que quisiera, un avezado deshojamargaritas. Voy a tener que recurrir a un psicólogo que anule mi personalidad hamletiana y la sustituya por otra. Lo mismo aflora una donjuanesca.
Está claro, NONES, que el "no" nos afirma también, y que nos dignifica, y que frena la manipulación que siempre acecha, sea en el terreno de la vida que sea, pero sobre todo en el que afecta a nuestras pasiones más íntimas, que a menudo se convierten en lastres por no haber pronunciado un "no" (o un "sí": sutilmente, a menudo un "sí" equivale al "no" que aquí dilucidamos) a tiempo.
VARGAS, de lo que no hay duda es de que uno de los dos no va a tener vela en el entierro del otro.
Y otra cosa: ninguno de los dos va a agradecer la asistencia del otro. Así que, para qué perder el tiempo en acudir a un acto cuya fecha aún no se ha fijado, y para el que, por tanto, ni siquiera hemos reservado local. Más aún: si me anticipo a ti (cosa que sólo sabrás tú), me consuela decirte que no habrá "entierro" en sentido estricto, pues prefiero otro procedimiento para regresar a la nada. Saludos dantescos.
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