Recientemente fui llamado a separar el grano de la paja en un concurso de poesía al que concurrieron más de cuatrocientos originales (es un decir) del lado de acá y del lado de allá. La recompensa económica, por cierto, nada desdeñable (no hablo de honorarios, claro, sino de la suma que se embolsarían los virtuales ganador y finalista). Para mí ha sido una novedad, hasta cierto punto excitante, que como tal acepté y asumí: primero, porque me pareció un buen momento para sondear por fin los entresijos de ese barrizal en el que más de una vez habrán naufragado mis propios inéditos; segundo, porque se me encomendaba un trabajo de selección, fundado en criterios objetivos, que nunca hasta ahora había satisfecho -me lo propusieron antes, sí, me figuro que por la cortesía de haber obtenido el premio, los responsables del Vicente Gaos de Valencia, pero mis remilgos éticos adujeron entonces cualquier excusa peregrina-; y, tercero, porque supuse que siendo uno más del pre-jurado, y no jurado, mi persona podría enriquecerse de esta experiencia de trastienda, con los materiales en bruto, pues a diferencia del ilustre cartel que fallara el evento, yo sí manejaría casi la mitad de los envíos, y ello sin que el nombre que me dieron, y de paso mi conciencia, cargase después con ninguna responsabilidad definitiva. Crea quien lo quiera creer que me apliqué a la tarea con entusiasmo de novato y determinación hedonista, incluso me detallé los ítems evaluables y un sistema metódico de puntuaciones, y siga creyendo quien así lo quiera que desde los iniciales escarceos del proceso ya cundió mi estupor: jamás hubiera imaginado entre mis afines, esto es, entre hombres y mujeres que deslizan palabras que luego forman versos, un porcentaje tan abrumador de ineptos irredimibles, no tanto para acertar a redondear un solo poema o para estructurar un libro que contenga una mínima unidad de estilo y sentido -que también-, sino para lo más obvio, para lo más inmediato en el azaroso camino hacia la victoria, cual es presentar dignamente lo que se revela impresentable. A la hora de la verdad -pues supongo que mi experiencia bien puede ser reflejo de lo que sucede en las decenas de concursos que pululan en España-, y si no se cuelan más criterios que el escrupuloso rigor en el cumplimiento de las bases y el examen benévolo de lo que entendemos por poesía, siete de cada diez envíos se descalifican solos, y, de los tres que se salvan, apenas uno, o quizá ninguno, reclama el derecho de ir a competir a las ilustres manos del jurado. Créalo quien creerlo quiera. |
sábado, 19 de abril de 2008
MI EXPERIENCIA
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5 comentarios:
En un correo, con relativa inocencia, le pregunto a un amigo:
-¿Es que de repente ya no interesa mi "alforja", que ya nadie me la comenta?
Respuesta del amigo:
-No. Es que los cuatro o seis fieles que nunca dejaremos de visitarla a diario hemos decidido que, por ahora, tus retales se bastan a sí mismos, que no hace falta embastarlos, al menos de momento.
Ah! Y esta opinión me ha devuelto una confianza que tampoco había perdido, pero que quizá andaba renqueante. Me temo, pues, que hay "retales" para rato (y espero que algún comentario).
Sí, amigo Pedro, las comentarios siempre son interpretables pero no los silencios. Si el Coronel hubiera recibido la tan ansiada carta, no hubiéramos podido disfrutar esa novela.
Estoy con tu amigo anónimo: Cuando un texto no se presta a debate, es mejor dejarlo como está. Es más, cuando aflora tu vena iconoclasta contra los pésimos poetas provincianos y la ineptitud de los cazaconcursos, ¿qué más podemos añadir?
Pues muchas gracias, Gustavo. Observo que estás al quite, como siempre (y los dos sabemos que no ha de interpretarse esta expresión en términos taurinos). Saludos!
Yo también espero y deseo, Pedro, que haya "retales" para rato. En mi caso, como ya te comenté en cierta ocasión, opera cierta relación amor-odio con la máquina que me empuja a estar menos participativo en determinadas épocas del año, pero te aseguro que no he dejado de leer ninguno de tus retales. En relación al último de ellos, y teniendo alguna experiencia como jurado en certámenes literarios, sólo podría reiterar que mi mayor interrogante al respecto es qué tipo de proceso psicosociológico de autocomplacencia operará en tantísimos individuos para creerse merecedores de cualquier galardón?
Un saludo, amigo.
El tema es peliagudo; y lo digo desde la esquizofrenia que supone haberme presentado recientemente a un concurso. No argüiré para redimirme que me he presentado a muy pocos en mi vida; reconozco que he pasado por todos y cada uno de los doce puntos del lúcido “Dodecálogo del perfecto concursófilo” que Pedro publicó en enero. Sinceramente, creo que de no haber quedado finalista y haber pasado desapercibido, me habría dado lo mismo. Una vez también formé parte de un jurado, y ni de lo uno ni de lo otro me arrepiento. Pero, sin ánimo de polemizar, me gustaría plantearle a Miguel Ángel Orfeo, y a todos en general, su interrogante desde esta otra perspectiva: ¿qué tipo de proceso psicosociológico de autocomplacencia operará en tantísimos individuos para erigirse en jueces (o pre-jueces) de tantos y tantos premios literarios?
Un abrazo.
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