El 1 de diciembre de 2005, a mediodía, recibí una llamada que atendí con dificultad, pues tenía en ese instante un cuchillo en una mano y una patata en la otra. La voz, masculina y profesional, indagó si yo era yo, y acto seguido informó en tono neutro, ajeno a la imaginable repercusión del mensaje, que a mi libro le habían otorgado el premio al que lo presenté. Lo insté a repetir lo que acababa de oír, y así lo hizo con su misma parsimonia, mas añadiendo, a modo de regañina, que me estuvieron llamando al móvil toda la tarde de ayer y también esta mañana, pero que nadie lo cogía. Dos semanas después, mi mujer y yo marchamos a Valencia para asistir al evento. Llegamos sobre las cinco, en tren, y tras un breve paseo me identifiqué, junto a ella, en la recepción de un hotel cercano a la plaza del ayuntamiento. Más tarde, acuciado por la musa de la celebridad, pensé que tal vez se me permitiría decir algo, y, como temo a la improvisación, decidí enhebrar unas palabras ocasionales en la cuartilla azul celeste que tenía a mi servicio sobre el escritorio, con membrete del hotel. Arrugué un borrador o dos, pero en veinte minutos quedé satisfecho, doblé el texto y me serví un güisqui del minibar, hasta que llegó la hora. El acto, de una solemnidad quirúrgica, lo presidió la alcaldesa; después, el secretario leyó el fallo, balbució algo la segunda de a bordo, pronunció su arenga un mantenedor famoso, se nos reclamó en sucinto viaje de ida y vuelta al estrado, cerró la alcaldesa, oyéronse aplausos, se sirvió un ágape sobrio como el propio acto. En la cuartilla que ya no desdoblé había escrito: "Siempre he sospechado que el de la Poesía es, necesariamente, no un oficio, sino un capricho de quienes se saben irremediables perdedores; así, el haber concurrido a este premio y el que mi libro haya vencido en competencia con otros casi me convierte en un impostor. Sin embargo, sé también que éstas que hoy disfruto son las migajas del éxito, breve concesión a la vanidad que durará apenas unas horas o unos días, justo hasta que vuelva a sentir el reto de la página blanca y el misterio de los signos, esa magia inefable, intransferible, que sólo los perdedores caprichosos sabemos valorar. Gracias". Hoy, mi mujer ha decidido descolgar un traje para llevarlo a la tintorería. Al inspeccionarlo, mi mano ha rozado la cuartilla con aquellas palabras que yo nunca llegué a decir en público y que durante este tiempo olvidé que hubiera escrito. Las he releído en silencio, me he reconocido en ellas, he determinado traerlas aquí y compartirlas con ese alguien difuso que ahora ya eres tú. |
martes, 8 de abril de 2008
HOTEL ASTORIA PALACE
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3 comentarios:
De haber leído antes esta entrada, Pedro, te habría pedido permiso para leer esa lúcida nota la otra noche. No te quepa duda. ¡Qué oportunidad perdí de liberarme de aquellas gruesas rejas!
No te preocupes, Sebastián, que la otra noche la chaqueta te quedaba muy bien (el personal femenino lo comentó). Y en cuanto a las palabras, a veces también se aprecia la cercanía de la improvisación, el no saber qué quiere uno decir ni cómo decirlo, sencillamente porque cualquier acto social en torno al arte se sitúa en una dimensión que escasas veces se parecerá a la magia íntima de la creación. Saludos.
...Y estoy convencido de que habrá más noches futuras en las que puedas leer esa nota. Y espero estar allí para escucharla y compartirla.
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