Hace unas jornadas escribí aquí acerca de mi reciente experiencia como preseleccionador de originales para un dotadísimo premio de poesía, y ya entonces constaté el tamaño de mi sorpresa -porque soy novato en estas lides- y magnifiqué mi decepción -acaso proporcional a la cuantía del cheque- ante el porcentaje de participantes que apenas se limitan a participar sin concursar -he dicho bien: a participar sin concursar-, pues en rigor es su impericia misma la que a menudo los aparta del proceso selectivo, ya que, si mi olfato semántico no yerra, el término "concurso" exige en propiedad un principio de competencia leal. Y sin embargo, tirando del hilo de aquella experiencia, poco a poco me va venciendo la paradójica sensación de haber enjuiciado con una ligereza no exenta de soberbia, más aún, de haber cedido al desdén prepotente de quienes creemos atesorar el frío bisturí de la verdad crítica. En el desatino técnico y estructural de esos poemarios que en contadas ocasiones alcanzaban la virtud de ser libros, en la penuria y el desvalimiento de sus versos ripiosos y sin duende, en la mera presentación más propia de colegial de primaria y hasta en el burdo efectismo del título, se presentía sin embargo la profunda orfandad y el deseo imperioso de decirse y mostrarse, se podía palpar el latido intimísimo de mujeres y de hombres anónimos para quienes la palabra escrita guarda todavía un aura confesional insustituible, un valor terapéutico con el que no sabría competir ningún fármaco, y un espejo fiel y descarnado de sus ilusiones socavadas y de sus cotidianos desafectos y de su sencilla retahíla de añoranzas trenzadas en la soledad de sus noches. Abundaba, es verdad, la efusión de despecho femenino, el alarde de emotividad senil, el balbuceo adolescente que se quiere canallesco. Y había también algún panfletista, algún salvacionista sin rebaño ni púlpito, algún agorero que clama por la justicia de este mundo, algún seudomístico sin trance, algún filosofante desprovisto de otro programa que no fuere su tesón mercenario. Y en casi todos ellos, sin embargo, esgrimida como un don, llameaba la necesaria antorcha de esa poesía de trinchera que transita de mano en mano, de tristeza en tristeza, y que se aposenta en nuestras vidas sin mayores ambiciones, afianzada en el grito inaugural que profirió el primer hombre, para disolverse en su propia luz y cargarse de razón por las escuras regiones del olvido. |
miércoles, 30 de abril de 2008
...Y SIN EMBARGO
lunes, 28 de abril de 2008
EMMA Y YO
Hay en la relación con el libro una pulsión erótica que el lector común satisface naturalmente, sin más artificio ni accesorio que el que le procuran los signos escritos sobre el papel, mientras que el bibliófilo prefiere recrearse en detalles de apariencia nimia o atizar coincidencias morbosas para sublimar en ellas su particular paraíso. A menudo registro y comparto evocaciones sobre el olor con que nos impregnó determinado libro en su primera lectura; sé, incluso, de algún que otro artículo que constata la pervivencia sensual de extrañas conexiones entre nuestro recuerdo de una novela leída a tal edad y el tacto o el color de su cubierta, el efecto indisociable de la música que sonaba de fondo o los recovecos exactos de la estancia en que devorábamos sus párrafos. Ninguna vinculación es arbitraria, al menos en las redes que teje la memoria, y, en el caso de los libros, sospecho que ese rastro anexo que los fija en el recuerdo de quien lee y que es reflejo fiel de su intimidad de antaño, se erige en el garante ulterior del reencuentro cómplice, en eso que llamamos relectura. En la primavera de hace tres lustros pernocté en una celda de un piso de estudiantes sito en un viejo edificio de la calle de Correos, popular mote que hoy ya ha perdido legitimidad. La ventana del cuarto daba al patio de luces donde algunos vecinos colgaban la ropa lavada o se asomaban a fumar el cigarrillo más triste que fumarse pueda. Yo no hacía vida en el piso; por la mañana me marchaba a desayunar con mi novia y con mi novia me quedaba hasta la hora de comer y con ella seguía hasta después de la cena, y entonces regresaba, los compañeros casi nunca estaban, así que me daba una ducha y me refugiaba en el cuarto, a leer y a dormir. Me recuerdo bajo la luz del flexo, ora desnudo sobre la cama, leyendo, ora persiguiendo algún mosquito con aptitud sauria, mas nunca olvidaré dos de los títulos que allí despaché: La fuente de la edad, una mágica invención de Luis Mateo Díez, y la tantas veces aplazada Madame Bovary, de Flaubert. Ésta, en concreto ésta, no consigo recuperarla sin que a los desafíos adúlteros de Emma se solape la perplejidad que presidió mis madrugadas en aquel patio de vecinos: ignoro si ejercía cualquier suerte de prostitución, pues aquel derroche de fogosidad siempre me pareció impostado, pero lo cierto es que la misma garganta de la misma mujer -a él o a ellos jamás se les oyó- se deshacía en gemidos lúbricos y en explosiones inequívocas, no una sola, sino varias veces en el transcurso de cada noche de las diez semanas que me tocó pernoctar en aquel viejo edificio, calle de Correos. |
sábado, 19 de abril de 2008
MI EXPERIENCIA
Recientemente fui llamado a separar el grano de la paja en un concurso de poesía al que concurrieron más de cuatrocientos originales (es un decir) del lado de acá y del lado de allá. La recompensa económica, por cierto, nada desdeñable (no hablo de honorarios, claro, sino de la suma que se embolsarían los virtuales ganador y finalista). Para mí ha sido una novedad, hasta cierto punto excitante, que como tal acepté y asumí: primero, porque me pareció un buen momento para sondear por fin los entresijos de ese barrizal en el que más de una vez habrán naufragado mis propios inéditos; segundo, porque se me encomendaba un trabajo de selección, fundado en criterios objetivos, que nunca hasta ahora había satisfecho -me lo propusieron antes, sí, me figuro que por la cortesía de haber obtenido el premio, los responsables del Vicente Gaos de Valencia, pero mis remilgos éticos adujeron entonces cualquier excusa peregrina-; y, tercero, porque supuse que siendo uno más del pre-jurado, y no jurado, mi persona podría enriquecerse de esta experiencia de trastienda, con los materiales en bruto, pues a diferencia del ilustre cartel que fallara el evento, yo sí manejaría casi la mitad de los envíos, y ello sin que el nombre que me dieron, y de paso mi conciencia, cargase después con ninguna responsabilidad definitiva. Crea quien lo quiera creer que me apliqué a la tarea con entusiasmo de novato y determinación hedonista, incluso me detallé los ítems evaluables y un sistema metódico de puntuaciones, y siga creyendo quien así lo quiera que desde los iniciales escarceos del proceso ya cundió mi estupor: jamás hubiera imaginado entre mis afines, esto es, entre hombres y mujeres que deslizan palabras que luego forman versos, un porcentaje tan abrumador de ineptos irredimibles, no tanto para acertar a redondear un solo poema o para estructurar un libro que contenga una mínima unidad de estilo y sentido -que también-, sino para lo más obvio, para lo más inmediato en el azaroso camino hacia la victoria, cual es presentar dignamente lo que se revela impresentable. A la hora de la verdad -pues supongo que mi experiencia bien puede ser reflejo de lo que sucede en las decenas de concursos que pululan en España-, y si no se cuelan más criterios que el escrupuloso rigor en el cumplimiento de las bases y el examen benévolo de lo que entendemos por poesía, siete de cada diez envíos se descalifican solos, y, de los tres que se salvan, apenas uno, o quizá ninguno, reclama el derecho de ir a competir a las ilustres manos del jurado. Créalo quien creerlo quiera. |
miércoles, 16 de abril de 2008
DON SALVADOR
Sin vehemencia, sin la estúpida jactancia de los necios, devaluado ya el torpe alarde que mi bisoñez interpretó en otro tiempo, hoy tan sólo corroboro el franco tobogán de mi ateísmo, ese convencimiento íntimo y desapasionado que, para serlo, hubo de transitar los parajes que dan vida y luz a las razones del agnóstico. Pero, antes aún, mucho antes de aposentarme en la edad de las razones -pues la razón, si es una e indivisa, no está a nuestro humano alcance-, también yo me dejé tentar por la inercia del incienso, y cedí al teatro de los signos repetidos, a la genuflexión mansa, al trauma del confesionario, y quise creer en una justicia mayúscula que gravita más arriba de nuestras bondades y maldades, y humillé a mi naturaleza independiente jugando a la ceremonia de una fe ya entonces impostada. En aquel tiempo, el cura del pueblo se llamaba Salvador, y, aunque sus facciones se me borraron o las confundo ahora en las de otro, mi memoria guarda intacta la actitud siempre dispuesta, generosa y servil de aquel hombre cercano, sin amanerados aspavientos ni austeridades falsas, que se daba cada día a la causa de su fe. Cuenta mi padre que en los albores democráticos -reconozco en la anécdota el rescoldo presente de mi anacrónica empatía-, cuando al profesor don Enrique Tierno Galván le negaron espacios oficiales para reuniones de partido en su peregrinar por la comarca, este cura Salvador, don Salvador, tuvo a bien abrirle las puertas todas de su iglesia para que oficiase su mitin político, para que divulgase su mensaje de izquierda; y así se hizo, cuenta mi padre. Luego lo trasladaron, lo cambiaron por otro de modales más hoscos. Se dijo que vivía en Roma, que andaba de misiones por América Latina, pero lo cierto es que le perdí la pista, y en mí sólo quedó como una vaga sombra, benévola, de la infancia. A menudo los recuerdos se concilian trágicamente con la peor literatura. Hace unos meses, pasando las páginas del diario de la ciudad que habito, mi estupor matutino se heló frente al titular de la noticia: sacerdote septuagenario robado y asesinado en su casa del Barrio del Carmen, donde según fuentes de la vecindad daba cobijo esporádico a cuantos mendigos acudían, sobre todo a inmigrantes sin papeles. Me ganó un presentimiento que poco a poco derivó en certeza: la información complementaria terminó de atar todos los cabos. Don Salvador, sí. En la siguiente visita a la casa de mis padres, en el pueblo, comenté el suceso con los ojos turbios. |
viernes, 11 de abril de 2008
PROVINCIANISMOS (REMAKE)
El provincianismo -que el diccionario define como estrechez de espíritu y apego excesivo a la mentalidad o costumbres particulares de una provincia o sociedad cualquiera, con exclusión de las demás- es la más barata y accesible de las tentaciones de este mundo, la más cómoda también, la más perentoria para ese extenso elenco de espíritus mediocres que -fieles a la memoria del viejo Darwin- nacen, crecen, se reproducen y mueren satisfechos y felices con su pequeño barrio y con su bar de la esquina y con su equipo de fútbol y con su ridícula necesidad de pertenencia. El ser provinciano no hace distingos de condición social. Pero si hay una variedad especialmente patética que se eleva sobre las otras pregonando sin saberlo su limitación y su simpleza, ésta es, sin duda, la del artista provinciano, más aún, la del poeta, lamentable criatura que va ejerciendo en su dominio la penosa pantomima de la celebridad mientras sus coleguillas y paisanos corean su valía sin más criterio que el de un grupo de niños embobados ante un prestidigitador ambulante, halago que él provoca y gestiona y acepta como un resignado limosnero, con esa vanidad tirana del impostor que todavía no sabe que lo es o que no quiere saberlo. Inmodesto, aborto de sí mismo y de la bendición que nunca obtuvo, este bardo presunto alienta la palmadita del subvencionador de turno, se quiere destinatario de cualquier prebenda y a escondidas la negocia, le gusta codearse en el jolgorio insulso de la actualidad provinciana y se desangra por dentro cuando otros no menos provincianos le roban minutos de púlpito. Y, al fin, celosamente, a cuestas con su frustración y con su envidia, inyecta su mortal provincianismo a cuantos -jóvenes incautos- ya esgrimen su talento arrogante y provinciano en tertulias sin alma y en torpes ediciones financiadas por instituciones de provincias. Ni que decir tiene que el poeta provinciano es un bicho común y de alto riesgo, vengativo donde los haya, un espécimen carroñero y necrófilo que se reproduce fácilmente, un farsante capaz de contagiar desde muy pronto su poquedad de provinciano, un beatificado aborigen que -ya concluyo- con sus ademanes doctrinarios a menudo se infiltra y se camufla en las silenciosas nóminas de los vates verdaderos con la necia pretensión de que la Poesía, que es Arte, deje por un día de ser universal, que es como decir que deje por un día de ser lo que pregona: pura y simple y necesaria Poesía. |
martes, 8 de abril de 2008
HOTEL ASTORIA PALACE
El 1 de diciembre de 2005, a mediodía, recibí una llamada que atendí con dificultad, pues tenía en ese instante un cuchillo en una mano y una patata en la otra. La voz, masculina y profesional, indagó si yo era yo, y acto seguido informó en tono neutro, ajeno a la imaginable repercusión del mensaje, que a mi libro le habían otorgado el premio al que lo presenté. Lo insté a repetir lo que acababa de oír, y así lo hizo con su misma parsimonia, mas añadiendo, a modo de regañina, que me estuvieron llamando al móvil toda la tarde de ayer y también esta mañana, pero que nadie lo cogía. Dos semanas después, mi mujer y yo marchamos a Valencia para asistir al evento. Llegamos sobre las cinco, en tren, y tras un breve paseo me identifiqué, junto a ella, en la recepción de un hotel cercano a la plaza del ayuntamiento. Más tarde, acuciado por la musa de la celebridad, pensé que tal vez se me permitiría decir algo, y, como temo a la improvisación, decidí enhebrar unas palabras ocasionales en la cuartilla azul celeste que tenía a mi servicio sobre el escritorio, con membrete del hotel. Arrugué un borrador o dos, pero en veinte minutos quedé satisfecho, doblé el texto y me serví un güisqui del minibar, hasta que llegó la hora. El acto, de una solemnidad quirúrgica, lo presidió la alcaldesa; después, el secretario leyó el fallo, balbució algo la segunda de a bordo, pronunció su arenga un mantenedor famoso, se nos reclamó en sucinto viaje de ida y vuelta al estrado, cerró la alcaldesa, oyéronse aplausos, se sirvió un ágape sobrio como el propio acto. En la cuartilla que ya no desdoblé había escrito: "Siempre he sospechado que el de la Poesía es, necesariamente, no un oficio, sino un capricho de quienes se saben irremediables perdedores; así, el haber concurrido a este premio y el que mi libro haya vencido en competencia con otros casi me convierte en un impostor. Sin embargo, sé también que éstas que hoy disfruto son las migajas del éxito, breve concesión a la vanidad que durará apenas unas horas o unos días, justo hasta que vuelva a sentir el reto de la página blanca y el misterio de los signos, esa magia inefable, intransferible, que sólo los perdedores caprichosos sabemos valorar. Gracias". Hoy, mi mujer ha decidido descolgar un traje para llevarlo a la tintorería. Al inspeccionarlo, mi mano ha rozado la cuartilla con aquellas palabras que yo nunca llegué a decir en público y que durante este tiempo olvidé que hubiera escrito. Las he releído en silencio, me he reconocido en ellas, he determinado traerlas aquí y compartirlas con ese alguien difuso que ahora ya eres tú. |
sábado, 5 de abril de 2008
¿SIGUES ESCRIBIENDO?
Como todo el mundo, tengo mis manías, mis susceptibilidades, y, como todo el mundo, procuro transigir con ellas -esto es, tolerar lo ajeno de mí que sin embargo me es tan propio- dispensándoles un algo de respeto y un mucho de conmiseración. No es infrecuente que, sea por azar o por mera coincidencia de intereses, mis pasos se crucen con los de algún conocido que se significa en la amistad renqueante de otro tiempo o en una camaradería ocasional que quizá brindó momentos dulces y confidencias que a día de hoy devienen anacrónicas. Y, entonces, tras los iniciales escarceos que el protocolo demanda a propósito de la familia, el trabajo y otras noticias confiscadas al formulario inevitable de un encuentro inesperado, es hábito que este conocido que mi memoria ubica en aquel antaño, acaso con la mejor de sus intenciones, deje caer sobre la faz de mi persona la pregunta fatídica, esa suerte de indagación distraída y subliminal que -él no debe sospecharlo, claro- probablemente más sabe incomodarme: ¿sigues escribiendo? La respuesta, inmediata, suele echar mano de algún remedo perifrástico que no delate mi estupor y que, aderezado con pose de modestia, disimule mi cansancio por tener que improvisar pormenores y explicaciones sobre lo que, de tan obvio, bien hubiera merecido la insensatez del contragolpe: ¿y cómo podría no escribir? Desde que me ensimismó la adolescencia, no me conozco otra voluntad más firme que la de juntar palabras que me digan ante mí mismo y ante quienes me rozan, palabras que digan en mí, conmigo, a través de mí, lo que únicamente yo sé que habré de decir para ser quien soy. Por eso me indigna como una sutil variante del insulto el que alguien que me conoce y conoce mi querencia pueda poner en duda mi innegociable destino, más aún, la portentosa obstinación del acto de escribir y su presencia cotidiana, antes que los laureles y los triunfos parciales. En esa simple pregunta siento que se insinúa el caprichoso afán de mis desvelos, o eso es lo que mi susceptibilidad entiende, un margen a la frivolización del ejercicio literario, y por ende a la impostura, que mi orgullo soberano aún no ha aprendido a tolerar. Pero, sobre todo, presupone -acaso, sí, con la mejor de sus intenciones- un recordatorio de la derrota que acecha, de renuncia por desilusión, pues obviamente uno no es ningún autor de éxito ni sale en los suplementos ni las tiene todas consigo si, en frío, analiza los vericuetos de eso que otros llaman sin pudor "carrera literaria". Pero, ¿cómo podría no escribir? |
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