sábado, 8 de julio de 2017

Para cualquier observador, el contraste de realidades paralelas cobra un énfasis particularmente cínico en la sala de urgencias de un hospital. Mientras el accidentado y el enfermo -y asimismo su estela de familiares- ponen gesto grave y compungido, alarmado o discreto, el personal sanitario -con su elenco de figuras subalternas- se esfuerza en promulgar desenfado, bromean en corrillos, hablan de frivolidades, ríen, como si el ejercicio de su profesión les hubiera enseñado a marcar distancias con el dolor, con la angustia y las incertidumbres que vienen del otro lado, de la otra realidad.
Confirmado: parece que esta noche toca dormitar aquí, en una habitación hospitalaria de nombre 606.

viernes, 7 de julio de 2017

Mañana de gestiones burocráticas, de desafíos a la paciencia.
Cita previa en la parte norte de la ciudad y -¡maldita sea!- dos papeles que faltan para expedir el documento. Qué bien que uno de ellos está en casa, recién hecho: lo batallé la semana pasada en la parte centro de la ciudad, para otro trámite, y me admitieron la fotocopia, así que lo guardé sin saber que lo necesitaría tan pronto. El otro es una partida de nacimiento que debo solicitar en la parte sur de la ciudad, lo más rápido posible, para no perder la preferencia de turno antes de que cierren las oficinas de la parte norte. En ambos sitios, salas llenas de árabes con sus familias, de sudamericanos con sus familias y de nativos españoles, caras tristes o inexpresivas delante y detrás del mostrador, tiempos estrangulados por la desidia, uniformes que se postulan con amabilidad o con desdén, pantallas móviles en las manos aburridas de grandes y pequeños, ciudadanos que esperan pendientes de un número, sometidos al rodillo, con obediencia hostil.
Al fin, tras alguna que otra pirula administrativa, aquí está el primer carnet con foto de Darío, o, como él dice, su "tarjeta para montar en avión".
Cuando se llena,
la Luna pone al cielo
guinda de plata.

jueves, 6 de julio de 2017

Ha de ser digno de verse, digno de verme.
Cuando se me agotan las excusas, acudo a un hipermercado más allá del barrio, a veces con mi mujer y otras solo. Son compras extensas, variadas, en las que se mezclan envases de cristal o plástico con envoltorios sensibles, efectos para la limpieza con víveres de charcutería o carnicería, congelados industriales y productos del tiempo, necesidades que no había previsto en mi organizadísima lista.
Ya en caja, aprovecho la tregua que me da el comprador al que sigo (si se demora en el trámite de pago, tanto mejor) para ir colocándolo todo en la cinta todavía fija, según criterios razonables de peso, volumen o fragilidad (lo más pesado y resistente, primero), de higiene del hogar o alimentario, de conservación frigorífica, etc.
Hasta el minuto fatídico en que se inicia el caos: la cajera (porque suele ser mujer) va pasando el registro de cada cosa y la deja sin miramiento sobre la cinta incesante, mientras yo me afano en reubicar en las bolsas abiertas esto y aquello y lo otro, los botes de cerveza, los cartones de leche, las frutas y verduras, los yogures, los huevos, el pan de molde, las patatas fritas...
En pleno proceso, agobiado por el desorden y la inoperancia de mi estrés, de pronto se detiene la máquina y cesan los ruidos de toda su mecánica, y una voz impasible dicta una cifra que no oigo pero que me incumbe, y de soslayo veo que los clientes que llegan detrás aguardan su turno con cierto interés.
Abandono mis bolsas a medio llenar, busco una tarjeta y luego otra, marco el número secreto correcto, vuelvo a mi actividad frenética, inserto latas en los huecos, deslizo botellas que no entran de pie, hago cambios que generan espacio. Entonces la cajera extiende su mano y me abruma con varios vales de regalo, promociones, descuentos y otros papeles impresos que me guardo de mala gana en el bolsillo, tras mi gracias forzado.
Con el botín en el carro, me aparto un poco, arreglo el desarreglo, almaceno de nuevo en el maletero de mi coche, introduzco la llave en la ranura, respiro.
Sé que hacer la compra me resta vida.

miércoles, 5 de julio de 2017

Los tres tomos de La forja de un rebelde de Arturo Barea (Turner, 1984); El extranjero de Camus (Alianza Emecé, 14ª edición, 1983); Poesía Completa de Cavafis en traducción de Pedro Bádenas de la Peña (Alianza Tres, 3ª edición, 1983); La realidad y el deseo de Luis Cernuda (Fondo de Cultura Económica, 1976; usado); La Regenta de Clarín (Alianza Editorial, 15ª edición, 1983); estuche con la tetralogía de Lawrence Durrell El cuarteto de Alejandría (Edhasa, 1978); El amor en los tiempos del cólera de García Márquez (Bruguera, 1ª edición, diciembre 1985); Poemas sociales, de guerra y de muerte (Alianza Editorial, 5ª edición, 1983) y Poemas de amor (Alianza Alfaguara, 7ª edición, 1982), ambos de Miguel Hernández; Libro del desasosiego de Pessoa en traducción de Ángel Crespo (Seix Barral, 5ª edición, septiembre 1985); Pedro Páramo / El llano en llamas y otros textos de Juan Rulfo (Seix Barral, 2ª edición, 1983); La guerra del fin del mundo de Vargas Llosa (Plaza&Janés, 1ª edición, octubre 1981; usado); y Hojas de hierba de Walt Whitman en traducción de Francisco Alexander (Mayol Pujol, 3ª edición, 1983).
¿Qué criterio ha hermanado esta selección de títulos y autores de mi biblioteca personal? ¿Qué secreto impulso me obsequió poco a poco esos dieciocho volúmenes, su aliento imprescindible en mi itinerario de lector?

martes, 4 de julio de 2017

Las dedicatorias de los libros (lo mismo las impresas que las improvisadas a mano, y quizá más las destinadas que las recibidas) envejecen como un mal chiste, pierden muy rápido la pujanza o la gracia, se tornan anacrónicas casi en el instante de la rúbrica. A veces avergüenza reencontrarlas, nos abochorna su exacta persistencia tras una travesía inimaginable.

lunes, 3 de julio de 2017

El deterioro físico, la decadencia mental, los signos de la edad marchita. No es esto lo que más me conmueve de la vejez -pues a menudo se ceba, con más saña aún, en la vulgaridad insufrible del adulto joven-, sino la parcela de dignidad humana que arrastra consigo, la indefensión y el abandono. Lo veo, impotente, en mi madre.

domingo, 2 de julio de 2017

No es infrecuente confundir la perfección y el orden, como si el uno se definiera por la otra, o viceversa. Para el orden, la simetría es una burda tentación estética, un recurso estridente y sin alma, pura apariencia. O el espejismo de su verdad.
Retales para hilvanar unas memorias:
10. ALEGRÍA DE SÁBADO.

sábado, 1 de julio de 2017

En ocasiones pruebo a salirme de mí para observarme como si fuera un extraño. No es lo mismo que mirarse en el espejo del ascensor o en la cristalera de un comercio, con más o menos complacencia o desdén, sino asumir el desdoble tan completamente que yo dejo de ser mi cuerpo para ocupar el cuerpo del otro: el del inmigrante que hay sentado en ese banco y que acaso posa en mí su mirada, al pasar; el de la cajera del supermercado que no se atreve a levantar demasiado la persiana de sus ojos cuando me devuelve el cambio; el del músico callejero que me habrá visto acercarme y avanzar y perderme por esa acera decenas de veces, enredado en la madeja de mis pensamientos. Me esfuerzo en imaginarme qué queda de mí en ellos, en cada uno, cómo perciben ellos mis facciones y mi aspecto, el descuido aparente de mi atuendo, la presencia discreta de mis rasgos, la forma de caminar o de disimular mi atención por algo, esos gestos que uno repite sabiendo que los repite, como si actuara para sí mismo, como si el espectador de mi vida fuera siempre el otro, o yo mismo en cada uno de esos otros que registran mi existencia en su retina. ¿Quién soy yo para ellos, qué minucia o azar les hablará de mí?