domingo, 7 de enero de 2018

Pasa la tarde de un día domingo, pasa el primer fin de semana de un año par, pasan las vacaciones escolares y pasan con ellas las reuniones previsibles, los anhelos de intimidad frustrada, las citas aplazadas, lo que quiso ser y lo que no se atrevió o no supo o estaba escrito que no fuese.
Yo, que he avanzado poco y mal por mi galería de borradores, de proyectos malogrados o estacionados y de inéditos restituibles, me atrinchero tras la pantalla del portátil y, como una pitonisa en trance, pongo las manos sobre las teclas. Ya es noche cerrada y se respira el silencio de la casa, una calma que parece desmentir los trasiegos y los atropellos que nos llevarán de aquí para allá desde muy temprano, mañana y los días sucesivos.
Este diario -quién me lo iba a decir hace una década, cuando lo inauguré con alguna disputa de conciencia, como si traicionara la verdadera vocación- es ahora el penúltimo reducto, el inesperado testigo de mi incertidumbre, el medidor de mis reservas de constancia, mi fortaleza.

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