Cualquier tarde de la semana pasada, mirando libros en un bazar moderno, se me ocurrió que, hace años, cuando adquiría títulos que primero colmaban los estantes de la casa y luego se amontonaban en cajas de cartón según criterios volubles, lo que de verdad buscaba en ellos, en los libros, era invertir en idílicos futuros de inteligencia y reflexión, en horas sucesivas de crecimiento y placer, en jornadas enteras de laboriosa quietud y de soledad conmigo. La paradoja es que hoy vivo en ese porvenir que entonces imaginaba y muchos de aquellos libros dejaron de interesarme o ya no están al alcance de mi mano, o el discurso del tiempo me ha enredado poco a poco con quehaceres triviales, con poderosas excusas.
No, apenas leo. Empiezo varios libros y concluyo muy pocos, o negocian su tregua interminable por un capítulo intermedio, o son tan sugerentes que decido aplazarlos para cuando sepa despacharlos con un mínimo de continuidad: este es, al cabo, el modesto paraíso que todavía se tolera mi fe.
lunes, 8 de febrero de 2016
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