Durante un buen trecho de mi infancia creí, como a menudo me contaban, que yo había nacido en la región francesa que albergó a mis padres en sus años inmigrantes, y que había venido de aquel país escondido en una vieja maleta, revuelto con la ropa sucia: ésa fue la justificación verosímil que mis padres dieron a los guardias al cruzar la frontera, que en la maleta sólo iba ropa sucia, pero la realidad es que mi madre me llevaba en su barriga, a sólo un par de meses de alumbrarme en el exacto pueblo de mis ancestros. También, por aquel tiempo de fantasías sin fábula, maquiné en secreto que los buzones de correos estaban conectados entre sí por una infinita red de conductos subterráneos que llevaban las cartas a su destino simplemente con dejarlas caer, gracias a una suerte de mecanismo de selección automática que sabía dónde estaban Moscú o Buenos Aires, Nueva York o Madrid; hasta que un día apareció el empleado del servicio y abrió el candado y observé incrédulo cómo cargaba con la saca delante de mis ojos, porque en el suelo del buzón no había ningún agujero. Hoy sigo cayendo con demasiada frecuencia en la trampa de la sinceridad y de las buenas intenciones, no sé ver más allá de las palabras y los modos de quienes se cruzan en mi camino, de manera que ellos se sirven de mi condición de incauto y yo voy acumulando méritos para mi futura santidad. |
lunes, 28 de diciembre de 2009
DE LA INOCENCIA Y SUS SANTOS
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1 comentario:
Yo también fui –y el que tuvo, retuvo- un tanto inocente. Recuerdo, por ejemplo, que solía leer, perplejo por la retórica empleada, la circular leyenda del duro plateado con la borrosa efigie de Paquito, el Caudillo: “por la gracia de Dios”, decía, a lo que yo, ignorante de otros sinónimos que no fueran “la broma”, “la inocentada” e incluso “la puñeta”, le pregunté a mi abuelo por el humor de Dios en este asunto y él se carcajeó de mi inocencia. Ajeno a esta última, es decir, doblemente cándido, pensé que él si captaba dónde estaba la gracia.
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