Si sumo las horas de felicidad que me ha regalado este hombre desde que, hará unos quince años, comencé a leer uno tras otro todos sus libros, me doy cuenta de la importancia que su obra ha tenido en mi vida; pero, sobre todo, me sorprende la dimensión ejemplar de su actitud como hombre, tan tenaz en el compromiso de la fábula y tan perseverante en su visión de la realidad de este mundo, dos cosas que vienen a ser una y la misma.
Cuando supe de su muerte, por la radio, yo conducía mi coche por una carretera secundaria; me acompañaban mis dos hijos, que inmediatamente se percataron de que un dolor muy sutil me había atravesado el pecho. Sentí una orfandad difícil de explicar, imposible de tasar, pero que a ellos les transmití como mejor supe, pensando que este portugués que publicó su primera novela casi a los sesenta años también les incumbe a ellos, que también para ellos vivió y propagó la luz de su palabra. Su cielo está aquí, en la eternidad de sus ficciones, en las horas felices que todavía regalará a los hombres y mujeres que acierten a encontrarlo; o a reencontrarlo, porque acabo de caer en la cuenta de que es ahora cuando comienza para mí el maravilloso tiempo de la relectura.
Gracias por todo y por tanto, don José.
lunes, 21 de junio de 2010
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