martes, 31 de marzo de 2009

LAS PRIMERAS VECES

Dice la sabiduría de la paciencia que para todo hubo una primera vez, y no voy a ser yo quien lo discuta; muy al contrario, en mi peripecia de hombre de libros que habitó una casa donde no había ninguno, se erigen dos recuerdos de un alto contenido sentimental en los que no podía faltar la sombra benévola de mis padres, aquellos padres no lectores que miraban el libro y sus alrededores con un respeto casi supersticioso. Son dos imágenes que se complementan inevitablemente en la reinvención mítica de mi propio pasado, pues si una apela al futuro escritor que aún no sabía que no sabría dejar de serlo, la otra se regocija en el entusiasmo de aquel lector adolescente que inauguraba su biblioteca de adulto.
Hablo, primero, del día en que mis padres me llevaron a la vecina localidad de Caravaca para comprar, en una tienda de la Calle Mayor que no sé si todavía existe, una máquina de escribir de color verde, una olivetti-lettera 32 que conservo en buen estado aunque ya no la uso, una máquina hoy definitivamente relegada y obsoleta con la que entre mis trece y mis veintiocho años mecanografié una buena parcela de la selva amazónica. Creo no exagerar si digo que nunca he recibido un regalo que me deparase más quilates de placer en bruto que aquella sencilla máquina, ni encuentro ahora los vocablos que sepan pronunciar la fascinación casi morbosa que me poseyó desde esa misma noche, cuando la dispuse como un altar sobre la mesa del comedor y asistí a la insólita magia de la tinta en el papel tras el estallido de la tecla sobre el rodillo, el golpe seco de cada una de las teclas mayúsculas y minúsculas, pues las quise probar todas esa misma noche, desgranando del fluir de mi conciencia nombres de personas y de cosas, palabras sueltas, o esos versos que mi memoria se sabía porque estaban en las selecciones del colegio.
Y el otro, el segundo momento, que se decanta del lado del bibliófilo en ciernes, se resume en la adquisición de mi primer libro no académico, Verso y prosa se titulaba, una antología no muy gruesa editada en Cátedra y autorizada por el poeta vasco Blas de Otero, a quien yo me había aficionado gracias a la providencia de un tal Fernando Lázaro Carreter, quien lo incluyó en el manual de literatura que por esa época manejé en el instituto. Recuerdo con bastante nitidez que aquel librito lo compré en El Corte Inglés de Murcia, adonde había llegado con mis padres en un autobús de línea que entonces tardaba dos horas desde mi pueblo; ellos se fueron a despachar algún asunto de médicos, que era lo único que podía traernos a Murcia, y a mí me dejaron con cincuenta duros en el bolsillo. Todavía me adivino a mí mismo sentado junto al enorme escaparate que hace esquina, entre gentes urbanas y perfectamente ajenas que van y vienen a la velocidad de las ciudades, yo hojeando aquel tesoro, aquel ejemplar de pasta negra que temblaba de una extraña emoción entre mis manos, recitándome hacia adentro la enigmática verdad de unos versos -“si he perdido la vida, el tiempo, todo / lo que tiré, como un anillo, al agua; / si he perdido la voz en la maleza, / me queda la palabra”-, mientras aguardaba el regreso de mis padres para irnos a un banco de la Redonda a comernos el bocadillo de calamares con tomate que traíamos en una bolsa, y luego caminar hacia la estación de San Andrés para ingresar en el único autobús de la tarde, avanzando entre el ruido de los coches y la seriedad de los semáforos con ese aire desacostumbrado de quienes no pueden ocultar que son de pueblo.

domingo, 29 de marzo de 2009

DE MARCO

Podría ser la oportunísima cita de un maestro zen; el caso es que la escuché en una tertulia radiofónica hace algún tiempo y que inmediatamente la adopté como cartel rotulado que presidió durante unos cuantos meses la pared de la cocina de mi hogar, con la pretensión -supongo que vana, como casi todas las pretensiones colgadas en la pared- de que mis hijos de diez y de siete años la memorizaran y, desde la altura de sus siete y sus diez años, la adoptaran como suya:

DE LO QUE NO NECESITO, NUNCA TENGO BASTANTE

Ahora me pregunto si no la colgué ahí para que fuese mi propio ego el que reaccionara ante la magnitud de su verdad.

sábado, 28 de marzo de 2009

A LAS DOS FUERON LAS TRES

Así será, así ha sido; pero yo no podré notarlo porque estuve durmiendo, después (¿o antes?) de haber releído aquel ensayo de Borges que subrayaré hace media vida, Nueva refutación del tiempo.

viernes, 27 de marzo de 2009

ESTABA DESEANDO HACEROS ESTAS PREGUNTAS

¿Somos soberanos de las emociones que nos llevan y nos traen por la geografía de la vida? ¿Lo somos de nuestras inclinaciones y de nuestras inhibiciones sensitivas, polos opuestos de una misma tentación?
Y, si se ha respondido a lo anterior, ¿somos dueños y, en tal caso, responsables -en la culpabilidad o en la inocencia que dictan las leyes no escritas- de los actos que de tales sentimientos y emociones se deriven?

miércoles, 25 de marzo de 2009

LLEGA, CARAY

Llega el día en que los instantes huyen de cualquier estrategia, de cualquier tentativa de gestión: dejan de jugar a ser la marioneta de nuestras ilusiones y ya no se suceden en su inconsciencia de fuga mortal.
Llega el día -hoy, aquí- en que nuestro tiempo se postula no como proyecto de recuerdo ni como festín de la memoria futura, sino como perla -inédita- cuyo presente -absoluto- nos reconcilia milagrosamente con la eternidad.
Y eso es mucho, caray.

lunes, 23 de marzo de 2009

IL VIAGGIO A ROMA

"Vorrei essere nato al contrario
per poter capire questo mondo storto"
J. MORRISON

(hallado en el escaparate de una tienda, a mano)

* * *

Bajo el cielo de Roma
todo murmullo es tiempo,
trasiego peregrino
de las voces antiguas.

Una ritual presencia
de palomas discretas
fija el tiempo en la tarde
bajo el cielo de Roma.

(en una terraza con vistas a Piazza d'Espagna)

* * *

Esta ciudad, más que andarse, se desanda.

La tentación del abismo, de perderse en el ojo del huracán o en lo ignoto que me habita.

Viajar a Roma con La inmortalidad de Kundera también tiene su guasa. (A propósito: "Uno puede quitarse la vida, pero no puede quitarse la inmortalidad").

En todas las estatuas -también en las de tiranos- se posó alguna vez una paloma blanca.

Hace falta mucha fe -toda la que yo no tengo- para gritar a estos mercaderes que se salgan del templo, entre otras cosas porque el templo es suyo.

Bostezo, dolor de pies: incapacidad para sentir en plenitud el valor de lo observado: alergia a los museos.

¿Por qué, a propósito de Roma, escribe Pavese que "esta ciudad no tiene recuerdos"?

(Via di Ripetta 66, 1º)

* * *

Roma ruinosa de robustos restos,
pedregales suntuosos y columnas
huérfanas hoy de sus pasadas glorias:
aquí las procesiones de turistas
miran por la ventana de su péntax
para captar apenas su derrota,
el destino severo, insobornable,
que aguarda sigiloso como el tiempo.
Esta Roma que piso fue mi duda.

(iniciado en el Foro, concluido en el Coliseo)